Democracia participativa y protagOnica o terrorismo
La puesta en venta de un libro nazi suscita
vehementes protestas (y cae sobre él el peso de la ley), mientras
que la venta de un libro comunista no suscita ningún comentario
particular. Un antiguo nazi se convierte en alguien infrecuentable
para siempre jamás, mientras que el hecho de haber sido comunista
no acarrea ninguna pérdida de prestigio ni de status social, incluso
para quienes nunca han expresado arrepentimiento alguno.
modernidad radical que, por sus presupuestos históricos y antropológicos, no podía sino acabar en la pesadilla.
Más allá de la alianza establecida con Stalin durante la última guerra, la causa final de la incapacidad de las democracias occidentales para sancionar el comunismo parece estribar, así pues, en el parentesco no reconocido que, derivado de la genealogía de la modernidad, las une a él. Es la percepción más o menos clara de este parentesco lo que explica que el comunismo soviético haya podido ser considerado como una prolongación del socialismo, o incluso como una aplicación más rigurosa de la democracia. Como ha observado Ernst Nolte, la distinción entre un comunismo bueno al menos en sus intenciones y un nazismo malo hasta en las suyas traiciona implícitamente la idea de que las democracias
liberales y el comunismo comparten a fin de cuentas el mismo ideal, distinguiéndose tan sólo por la forma de realizarlo. Las democracias liberales, dicho de otro modo, no pueden dejar de reconocerse en los anhelos igualitario-universalistas del comunismo. Ésta es la razón de que, aun condenando los medios a los que recurrió, tienden espontáneamente a
pensar que su ideal al menos era bueno, y a creer que denunciar los crímenes del comunismo equivale a hacer el juego de quienes no comparten este ideal común.
Todo el equívoco aparece tan pronto como, con un mismo gesto, la democracia liberal condena el totalitarismo soviético, a la vez que se proclama, como él, heredera de la Revolución Francesa. Se pone de tal modo de manifiesto que la democracia liberal y el comunismo representan dos corrientes distintas surgidas de la misma ideología de la Ilustración: la primera aspira a un «progreso» que se efectuaría por sí mismo, dentro del
respeto de los derechos humanos, mientras que la segunda corriente hace de la acción revolucionaria el medio de precipitar el cumplimiento de un sentido de la historia que también está orientado hacia el «progreso».
Supone una forma de determinismo social hacia el que los hombres tienden irresistiblemente y que aceptarán forzosamente un día. Postula de tal modo un sistema exclusivo y el único válido, que surgirá cuando
haya desaparecido todo lo que no está justificado por la razón y la utilidad». Otro punto común: el historicismo; es decir, la idea de que la historia posee un sentido global y que se puede ofrecer una representación
racionalmente convincente de la misma.
Una importante consecuencia se deriva de este parentesco que acabamos de ver entre el totalitarismo y las democracias burguesas: las democracias liberales no están en absoluto inmunizadas, por su propia naturaleza, contra el totalitarismo. Digan lo que digan sus representantes, también ellos están amenazados de caer en el totalitarismo, de igual forma que 1789 condujo a 1793. Por un lado, las democracias siempre pueden usar medios antidemocráticos: durante la última guerra, las democracias liberales, para doblegar al Japón imperial y a la Alemania nazi, no retrocedieron ante deliberadas y masivas masacres de poblaciones civiles (Dresde, Hiroshima,
Nagasaki).
Aunque con otros métodos, el mercado, la técnica y la comunicación afirman hoy lo que los Estados, las ideologías y los ejércitos afirmaban ayer: la legitimidad de la dominación completa del mundo. También aquí está presente el fantasma de transparencia y de dominio total, actuante en los sistemas totalitarios. La sociedad liberal sigue reduciendo el hombre al estado de objeto, cosificando las relaciones sociales, transformando a los ciudadanos-consumidores en esclavos de la mercancía, reduciendo todos los valores a los de la utilidad mercantil. Lo económico se ha adueñado hoy de la pretensión de lo político a poseer la verdad última de los asuntos humanos. De ello se deriva una progresiva «privatización» del espacio público que amenaza conducir al mismo resultado que la «nacionalización» progresiva del espacio privado por los sistemas totalitarios.
«Desde este punto de vista — escribe— la utopía de una sociedad comunista de abundancia, que ansía conseguir el pleno desarrollo del individuo se sitúa en la visión liberal».
También se constata que, en las sociedadesliberales, la normalización no ha desaparecido, sino que ha cambiado de forma. La censura por el mercado ha sustituido a la censura política. Ya no se deporta o fusila a los disidentes, sino que les marginaliza, ninguneándolos o reduciéndolos al silencio. La publicidad ha tomado el relevo de la propaganda, mientras
que el conformismo toma la forma del pensamiento único. La «igualización de las condiciones» que le hacía temer a Tocqueville que hiciese surgir un nuevo despotismo, engendra mecánicamente la estandardización de los gustos, los sentimientos y las costumbres. Las costumbres de consumo
moldean cada vez más uniformemente los comportamientos sociales.
Y el acercamiento cada vez mayor entre los partidos políticos conduce, de hecho, a recrear un régimen de partido único, en el que las formaciones
existentes casi sólo representan tendencias que ya no se oponen sobre las finalidades, sino tan sólo sobre los medios a aplicar para difundir
los mismos valores y conseguir los mismos objetivos. No ha cambiado el empeño: se sigue tratando de reducir la diversidad a lo Mismo.
«El universo totalitario de la racionalidadtecnológica constituye la más reciente encarnación de la idea de razón», afirmaba ya Herbert Marcuse. Ernst Nolte, en su último libro, no duda en trazar el perfil de un
«liberalismo totalitario».
Marx celebra, es cierto, en el Manifiesto de 1848, «la guerra civil, más o menos oculta, que trabaja a la sociedad hasta el momento en que esta guerra estalla en una revolución abierta y en la que el proletariado establece las bases de su dominación mediante el derrocamiento violento
de la burguesía». Sin embargo, ello todavía no nos dice nada sobre cuál habría sido concretamente, un siglo después, su actitud frente al Gulag. En este campo se impone, así pues, la prudencia. Una cosa es decir que
quienes establecieron el terror en la Unión Soviética se reclamaban de Marx; y otra cosa es afirmar que las ideas de Marx no podían sino
conducir a este terror (o que Marx lo habría expresamente querido y aprobado). Ninguna doctrina puede ser juzgada únicamente sobre la base de los actos cometidos por quienes se han reclamado de ella. Y al revés, ningún crimen cometido en nombre de una idea podrá bastar nunca para desacreditar completamente esta idea. Es por ello por lo que, para juzgar una experiencia histórica, hay que partir de los propios hechos, y no de una moral de las intenciones.
El antifascismo contemporáneo constituye, ante todo, una expresión de la pereza intelectual, pues siempre resulta más fácil identificar los males del pasado que darse cuenta de los del presente. En un mundo que ha aprendido a desconfiar de la idea de un bien absoluto, pero que sigue sintiendo más necesidad que nunca de un mal absoluto, el antifascismo representa, por otra parte, una cómoda forma de profesar
una moral mínima.
«La posteridad —decía también François Furet— se asombrará sin duda de que las democracias hayan inventado tantos fascismos y amenazas fascistas después de que los fascismos hubieran sido vencidos.
Ello se debe a que, si la democracia estriba en el antifascismo, le resulta necesario a la misma vencer a un enemigo constantemente renaciente» Hacer de un fascismo imaginario una omnipotente amenaza permite hacer aceptar todas las taras, todas las patologías del mundo actual como un mal menor frente al «mal absoluto».
Alain De Benoist texto completo Comunismo y Nazismo aquI
En
cuanto a los crímenes del comunismo, todavía se acostumbra
frecuentemente a no calificarlos de tales. Jean Daniel escribe por
ejemplo que el comunismo estaliniano recurrió a «medios nazis»,
cuando
sería probablemente más adecuado a
la verdad histórica decir que es el nazismo el que utilizó «medios
comunistas», puesto que fue desde la época de Lenin, y por su
expreso mandato, cuando el comunismo
se lanzó deliberadamente en la vía
del crimen contra la humanidad como medio de gobierno.
Todos estos hechos, que se pueden
establecer en páginas y más páginas, confirman que todavía en la
actualidad, el nazismo suscita un horror que el comunismo, pese a sus
crímenes, no produce. Lo que se plantea entonces es la cuestión de
saber por qué.
Una razón más fundamental estriba
en la alianza establecida durante la última guerra entre el
estalinismo y las democracias occidentales, alianza que ha
constituido el fundamento del orden internacional surgido de la
derrota alemana de 1945.
A partir de 1941, la URSS participó
al lado de los Aliados en la caída del nazismo. Obtuvo de ello un
crédito moral que, luego, nunca dejó de explotar. Después de 1945,
la victoria sobre el nazismo impidió cualquier interrogación sobre
el totalitarismo vencedor, cualquier cuestionamiento de su
legitimidad política y moral. Permitió a la memoria comunista
construir su propia leyenda sin recibir la menor réplica.
Por otro lado, borra asimismo la
especificidad del régimen soviético, al situarlo en el mismo campo
que las democracias occidentales. De este modo desaparece por
completo el parentesco entre el nazismo y el comunismo. El mundo
queda dividido en «fascistas», cuyo abanderado es Alemania, y en
«antifascistas», cuyo más destacado representante es la Unión
Soviética. La alianza establecida durante la guerra consagrará esta
dicotomía falsa, la cual acabará suscitando su propia
historiografía.
El mito de la URSS «baluarte del
antifascismo» permitía, por otra parte, identificar al comunismo,
tanto en el plano nacional como en el internacional, con la defensa
de los valores democráticos. De tal modo se mantenía la idea de que
el comunismo no era otra cosa que una forma superior o perfeccionada
de democracia. El antifascismo, por último, permitía desacreditar
el anticomunismo. Si los comunistas se oponen al fascismo, e incluso
se le oponen con mayor vigor que los demás, cualquier anticomunismo
hace objetivamente el juego del fascismo (silogismo destinado a
servir de conminación alternativa).
Dado que cualquier adversario del
comunismo era considerado como potencialmente nazi, los métodos de
terror soviéticos, también ellos santificados por el antifascismo,
resultaban de tal modo mucho más excusables o comprensibles. En
1936, por solicitud de su presidente, Victor Basch, la Liga de los
derechos humanos nombró una comisión de investigación sobre los
procesos de Moscú. A su regreso de la URSS, dicha comisión concluyó
que los acusados eran culpables. En el mismo momento, Bertot Brecht
escribía: «Por lo que atañe a los procesos [de Moscú], sería
absolutamente inadmisible adoptar una actitud hostil al gobierno de
la Unión [Soviética] que los organiza, aunque sólo fuera porque
tal actitud pronto se habría transformado, automática y
necesariamente, en una actitud de hostilidad hacia el proletariado
ruso amenazado de guerra por el fascismo mundial, así como hacia el
socialismo que está edificando».
Totalitarismo: Culto de un jefe
supremo surgido del pueblo, partido único que somete a su control la
totalidad de la vida social, ideología sustraída a la discusión y
erigida en verdad de Estado, movilización de las masas
inmiscuyéndose en la vida privada, terror generalizado ejercido
contra «enemigos del pueblo», monopolio absoluto de la información,
absorción de todas las instituciones y del derecho.
Los vientos que mueven el molino:
Esta actitud mental se basa en la fusión de dos elementos distintos:
por un lado, una visión maniquea y mesiánica, de naturaleza
«religiosa», y por otro en un
voluntarismo extremo, vinculado a
una adhesión sin reservas a los valores de la modernidad.
Las ideologías modernas son
religiones profanas. Se basan en conceptos teológicos secularizados.
Esta constatación se aplica muy particularmente a los sistemas
totalitarios, cuyo componente milenarista y mesiánico fue antaño
transmitido sobre todo por las herejías cristianas. «doctrinas que
ocupan en las almas de nuestros contemporáneos el lugar de la fe y
sitúan aquí abajo, en la lejanía del futuro, la salvación de la
humanidad en forma de un orden social por crear».
Todas las sociedades humanas, en la
medida en que se cristaliza en ellas una cierta concepción del
mundo, poseen en efecto una base de fundamentación ideológica, ya
sea de modo implícito o interiorizado.
«Quien no está conmigo está
contra mí», se lee ya en el Evangelio (Mat. 12, 30). En Lenin, este
principio se convierte en: «O bien la ideología burguesa, o bien la
ideología socialista. No hay punto intermedio». Kolakowski,
refiriéndose al estalinismo, ha podido por ello hablar de «esquema
de la única alternativa»; y Alain Finkielkraut, de «simplismo
radical que asocia a un determinismo implacable un moralismo
desencadenado».
Esta visión de un mundo dividido en
dos corresponde en el comunismo al enfrentamiento del proletariado y
de las clases explotadoras; en el nazismo, a la oposición entre los
alemanes (o los arios) y los judíos, oposición visiblemente calcada
de la de Cristo y de un Anticristo satánico. 1 En ambos casos, el
Partido representa la quintaesencia del buen principio, puesto que se
identifica con la parte más sana (social o racialmente) del pueblo
—la parte «elegida», que tiene una misión histórica
y metafísica que cumplir en la
medida en que posee una conciencia de raza superior o representa la
vanguardia del proletariado— y que, como tal, prefigura la
totalidad del pueblo del futuro. Al Partido le corresponde, así
pues, luchar por todos los medios en contra del principio dañino. La
política se convierte, de tal modo, en una guerra de religión de
carácter apocalíptico emprendida contra las fuerzas del mal. En
ambos casos, estamos ante una teoría que formula «una doctrina
salvadora en pro de una colectividad elegida, raza alemana o
proletariado mundial» (Philippe Burrin).
Por tal razón, en los regímenes
totalitarios tiene que suprimirse todo lo que distingue a los
individuos entre sí, todo lo que se interpone entre los individuos y
el poder — supresión que puede efectuarse tanto más fácilmente
cuanto que, «en la medida en que hay homogeneidad, la unidad como
tal es simplemente desdeñable; sustraer a la totalidad una unidad, o
el número que sea de unidades, no afecta para nada a la totalidad
como tal».
Las tiranías clásicas se contentan
con adueñarse de los cuerpos y controlar la expresión de las
opiniones, mientras que el totalitarismo —he ahí otro rasgo que lo
acerca a los sistemas religiosos— pretende poseer también las
almas. Tal es el motivo por el que, si bien las tiranías clásicas
suprimen el pluralismo político, siguen siendo compatibles con un
cierto pluralismo social. El totalitarismo, por el contrario, intenta
reducir a unidad toda la realidad social. Pretende suprimir la
exuberante contingencia de lo social; es decir, la libre expresión
de los antagonismos que se derivan de la diversidad humana, así como
la posibilidad de resolverlos en forma de confrontación democrática.
Se trata, en realidad, de hacer
desaparecer lo aleatorio, lo imprevisible, lo espontáneamente
irracional: todo aquello que obstaculiza el que la gestión de la
sociedad se haga por completo según el espíritu de
cálculo.
«El santo terror, cualquiera que
sea la época en que aparece —subraya D. C. Rapoport—, está
habitualmente ligado al mesianismo.»
Un fin absoluto justifica, en
efecto, que se recurra a todos los medios. Por terribles que sean,
estos medios resultan aceptables a la vista del carácter sublime,
del ideal inconmensurable del objetivo perseguido. Lo grandioso del
objetivo justifica que se actúe de forma implacable frente a
quienquiera obstaculice este objetivo, que se le oponga un odio
total, sin tregua ni matices. La pretensión de combatir en nombre de
la «humanidad» — como hemos visto— aún refuerza más esta
disposición mental: quien se opone a la humanidad es necesariamente
no humano. Lo mismo ocurre con la convicción de que el mal no reside
en el hombre, sino en la sociedad: así como en un clima igualitario
cualquier desigualdad resulta insoportable, así también si el
hombre es intrínsecamente bueno, «el menor culpable es un monstruo
espantoso».
Lenin hablaba de «limpiar» a Rusia
de sus «parásitos» y demás «insectos dañinos». Jean- Paul
Sarte dirá que «todo anticomunista es un perro».
Un rasgo característico del terror
totalitario es que alcanza su punto culminante cuando el régimen ya
no tiene adversarios, redoblándose cuando ya no tiene razón deser.
A estos sistemas no les basta con hacer desaparecer toda oposición.
Paradójicamente, les hace falta al
mismo tiempo hacerla desaparecer y volver a crear una oposición,
incluso ficticia, para que su existencia todavía tenga sentido; es
decir, para que puedan seguir presentándose como estando legitimados
a proseguir su misión.
Por ello, cuando ya no hay más
oponentes, lejos de bajar la guardia, los vuelven a crear ellos
mimos, atribuyendo tal papel a aquellos de sus partidarios de quienes
sospechan que no son lo bastante fiables o a los que no encuentran
suficientemente «claros».
Es esta persistencia del terror
cuando ha perdido toda «utilidad» normalmente concebible lo que
explica que los regímenes totalitarios no logran estabilizarse, sino
que siempre se ven obligados a huir hacia adelante. «En una primera
fase —explica Maurice Weyembergh
—, [la policía política] se
contenta con liquidar a quienes se oponen al régimen; en una segunda
fase, la emprende contra los “enemigos objetivos” y remplaza la
“culpa sospechada” por el “crimen posible”. En una tercera
fase, en la que culmina el terror [...], el enemigo objetivo es
remplazado por quienquiera que sea». El totalitarismo
institucionaliza de tal modo la guerra civil. Y como los enemigos
pronto se convierten en
enemigos metafísicos, las
posibilidades de purga se hacen ipso facto inagotables. «El terror
propiamente dicho —escribe Claudo Polin— comienza a existir
cuando en cualquier momento a todos se les puede decretar
culpables sin haber transgredido ley
alguna.»
Desde este punto de vista, no erraba
la Escuela de Francfort al considerar que el nazismo no hubiera sido
posible sin el racionalismo de la Ilustración, al que sin embargo
pretendía combatir. La preeminencia de la técnica, la dominación
cada vez mayor del mundo por parte del hombre, así como el
reino de la subjetividad burguesa
constituyen, según Theodor Adorno y Max Horkheimer, un conjunto
indisociable de la comprensión del sistema concentracionario. El
totalitarismo, en efecto, sólo puede aparecer cuando el
conocimiento ha quedado identificado
con la «calculabilidad del mundo» y se han suprimido todas las
estructuras «opacas» que obstaculizaban anteriormente el
irresistible avance hacia el dominio total. Desde 1939,
Horkheimer escribía que «el orden
nacido en 1789 como un camino hacia el progreso llevaba consigo la
tendencia al nazismo».
Agregaba que el nazismo «es la
verdad de la sociedad moderna» y que combatirlo «reivindicando el
pensamiento liberal equivale a apoyarse en lo que le ha permitido
imponerse». Augusto Del Noce también ha descrito la modernidad como
una cultura «intrínsecamente totalitaria», mientras que
Michel Foucault hablaba a propósito
del nazismo de «racionalidad de lo abominable». Zigmunt Baumann
también afirma que es «el mundo racional de la civilización
moderna» el que ha hecho al mismo tiempo posible y concebible unas
persecuciones antisemitas que no han «representado tan sólo el
remate tecnológico de la sociedad industrial, sino también la
culminación organizativa de las sociedad burocráticas». Las
masacres cometidas por los regímenes totalitarios han representado
formas extremas de racionalidad instrumental, que se derivan
directamente de la transformación moderna del hombre en objeto. En
ello es en lo que se distinguen radicalmente de todas las masacres
anteriores.
«El mismo espíritu centralizador;
la misma obsesión de la unidad-bloque; la misma exaltación de la
nación considerada como misionera de una idea; el mismo sentido de
las fiestas simbólicas para la educación de los espíritus».
Kojève ya había puesto de relieve
que «el lema hitleriano: “Ein Reich, ein Volk, ein Führer” [Un
Imperio, un Pueblo, un Jefe] no es otra cosa que una —mala—
traducción al alemán del lema de la Revolución Francesa: “La
République une et indivisible” [La República una e indivisible]».
«Lenin no escondió en lo más mínimo lo que debía a los
jacobinos; Hitler, lo que debía a Lenin», señala por su parte
Jules Monnerot.
Si el marxismo y el nacionalsocialismo —agrega—
son igualmente totalitarios, es por lo que les une: es porque ambos
provienen de esta
modernidad radical que, por sus presupuestos históricos y antropológicos, no podía sino acabar en la pesadilla.
Más allá de la alianza establecida con Stalin durante la última guerra, la causa final de la incapacidad de las democracias occidentales para sancionar el comunismo parece estribar, así pues, en el parentesco no reconocido que, derivado de la genealogía de la modernidad, las une a él. Es la percepción más o menos clara de este parentesco lo que explica que el comunismo soviético haya podido ser considerado como una prolongación del socialismo, o incluso como una aplicación más rigurosa de la democracia. Como ha observado Ernst Nolte, la distinción entre un comunismo bueno al menos en sus intenciones y un nazismo malo hasta en las suyas traiciona implícitamente la idea de que las democracias
liberales y el comunismo comparten a fin de cuentas el mismo ideal, distinguiéndose tan sólo por la forma de realizarlo. Las democracias liberales, dicho de otro modo, no pueden dejar de reconocerse en los anhelos igualitario-universalistas del comunismo. Ésta es la razón de que, aun condenando los medios a los que recurrió, tienden espontáneamente a
pensar que su ideal al menos era bueno, y a creer que denunciar los crímenes del comunismo equivale a hacer el juego de quienes no comparten este ideal común.
Todo el equívoco aparece tan pronto como, con un mismo gesto, la democracia liberal condena el totalitarismo soviético, a la vez que se proclama, como él, heredera de la Revolución Francesa. Se pone de tal modo de manifiesto que la democracia liberal y el comunismo representan dos corrientes distintas surgidas de la misma ideología de la Ilustración: la primera aspira a un «progreso» que se efectuaría por sí mismo, dentro del
respeto de los derechos humanos, mientras que la segunda corriente hace de la acción revolucionaria el medio de precipitar el cumplimiento de un sentido de la historia que también está orientado hacia el «progreso».
Supone una forma de determinismo social hacia el que los hombres tienden irresistiblemente y que aceptarán forzosamente un día. Postula de tal modo un sistema exclusivo y el único válido, que surgirá cuando
haya desaparecido todo lo que no está justificado por la razón y la utilidad». Otro punto común: el historicismo; es decir, la idea de que la historia posee un sentido global y que se puede ofrecer una representación
racionalmente convincente de la misma.
Una importante consecuencia se deriva de este parentesco que acabamos de ver entre el totalitarismo y las democracias burguesas: las democracias liberales no están en absoluto inmunizadas, por su propia naturaleza, contra el totalitarismo. Digan lo que digan sus representantes, también ellos están amenazados de caer en el totalitarismo, de igual forma que 1789 condujo a 1793. Por un lado, las democracias siempre pueden usar medios antidemocráticos: durante la última guerra, las democracias liberales, para doblegar al Japón imperial y a la Alemania nazi, no retrocedieron ante deliberadas y masivas masacres de poblaciones civiles (Dresde, Hiroshima,
Nagasaki).
Aunque con otros métodos, el mercado, la técnica y la comunicación afirman hoy lo que los Estados, las ideologías y los ejércitos afirmaban ayer: la legitimidad de la dominación completa del mundo. También aquí está presente el fantasma de transparencia y de dominio total, actuante en los sistemas totalitarios. La sociedad liberal sigue reduciendo el hombre al estado de objeto, cosificando las relaciones sociales, transformando a los ciudadanos-consumidores en esclavos de la mercancía, reduciendo todos los valores a los de la utilidad mercantil. Lo económico se ha adueñado hoy de la pretensión de lo político a poseer la verdad última de los asuntos humanos. De ello se deriva una progresiva «privatización» del espacio público que amenaza conducir al mismo resultado que la «nacionalización» progresiva del espacio privado por los sistemas totalitarios.
«Desde este punto de vista — escribe— la utopía de una sociedad comunista de abundancia, que ansía conseguir el pleno desarrollo del individuo se sitúa en la visión liberal».
También se constata que, en las sociedadesliberales, la normalización no ha desaparecido, sino que ha cambiado de forma. La censura por el mercado ha sustituido a la censura política. Ya no se deporta o fusila a los disidentes, sino que les marginaliza, ninguneándolos o reduciéndolos al silencio. La publicidad ha tomado el relevo de la propaganda, mientras
que el conformismo toma la forma del pensamiento único. La «igualización de las condiciones» que le hacía temer a Tocqueville que hiciese surgir un nuevo despotismo, engendra mecánicamente la estandardización de los gustos, los sentimientos y las costumbres. Las costumbres de consumo
moldean cada vez más uniformemente los comportamientos sociales.
Y el acercamiento cada vez mayor entre los partidos políticos conduce, de hecho, a recrear un régimen de partido único, en el que las formaciones
existentes casi sólo representan tendencias que ya no se oponen sobre las finalidades, sino tan sólo sobre los medios a aplicar para difundir
los mismos valores y conseguir los mismos objetivos. No ha cambiado el empeño: se sigue tratando de reducir la diversidad a lo Mismo.
«El universo totalitario de la racionalidadtecnológica constituye la más reciente encarnación de la idea de razón», afirmaba ya Herbert Marcuse. Ernst Nolte, en su último libro, no duda en trazar el perfil de un
«liberalismo totalitario».
Marx celebra, es cierto, en el Manifiesto de 1848, «la guerra civil, más o menos oculta, que trabaja a la sociedad hasta el momento en que esta guerra estalla en una revolución abierta y en la que el proletariado establece las bases de su dominación mediante el derrocamiento violento
de la burguesía». Sin embargo, ello todavía no nos dice nada sobre cuál habría sido concretamente, un siglo después, su actitud frente al Gulag. En este campo se impone, así pues, la prudencia. Una cosa es decir que
quienes establecieron el terror en la Unión Soviética se reclamaban de Marx; y otra cosa es afirmar que las ideas de Marx no podían sino
conducir a este terror (o que Marx lo habría expresamente querido y aprobado). Ninguna doctrina puede ser juzgada únicamente sobre la base de los actos cometidos por quienes se han reclamado de ella. Y al revés, ningún crimen cometido en nombre de una idea podrá bastar nunca para desacreditar completamente esta idea. Es por ello por lo que, para juzgar una experiencia histórica, hay que partir de los propios hechos, y no de una moral de las intenciones.
El antifascismo contemporáneo constituye, ante todo, una expresión de la pereza intelectual, pues siempre resulta más fácil identificar los males del pasado que darse cuenta de los del presente. En un mundo que ha aprendido a desconfiar de la idea de un bien absoluto, pero que sigue sintiendo más necesidad que nunca de un mal absoluto, el antifascismo representa, por otra parte, una cómoda forma de profesar
una moral mínima.
«La posteridad —decía también François Furet— se asombrará sin duda de que las democracias hayan inventado tantos fascismos y amenazas fascistas después de que los fascismos hubieran sido vencidos.
Ello se debe a que, si la democracia estriba en el antifascismo, le resulta necesario a la misma vencer a un enemigo constantemente renaciente» Hacer de un fascismo imaginario una omnipotente amenaza permite hacer aceptar todas las taras, todas las patologías del mundo actual como un mal menor frente al «mal absoluto».
Alain De Benoist texto completo Comunismo y Nazismo aquI
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