lA filosofía jUDIA

la realidad, tal y como vio Dewey, nos plantea demandas. Puede que los valores
sean creados por los seres humanos y las culturas humanas, pero creo que eso es así como consecuencia de demandas que no creamos nosotros. Es la realidad la que determina si nuestras respuestas son adecuadas o inadecuadas.

Nada, nada en absoluto puede ser ya sin sentido. La pregunta por el sentido de la vida ya no está allí. Pero, si estuviera, no se podría quizá responder. No sabes mostrar el sentido, ni sabes determinarlo; no tienes ninguna fórmula, ni tienes imagen alguna para él. Y sin embargo es para ti más cierto que las sensaciones de tus sentidos.

No es que Wittgenstein estuviera en contra de la ilustración (sin mayúscula); sería más preciso decir que atacó el aspecto antirreligio so de la «Ilustración en mayúscula» en nombre de la propia ilustración.

Todos cuantos entre los hele­nos y los no helenos cultivan la filosofía viven una vida libre de toda censura o culpa, sin aceptar nada que viole o menoscabe la justicia; rehú­ yen la compañía de los entrometidos, y evitan los lugares en los que éstos gastan su tiempo, vale decir, los tri­ bunales, los consejos, las plazas, las asambleas y, en gene­ ral, todo sitio donde haya una fiesta o reunión de hom­ bres super­ficiales [...]. Y consideran que el mundo es un estado, cuyos ciudadanos son los que cultivan la sabidu­ ría, siendo la virtud quien los registra como tales, ya que a ella la universal comu­nidad ha confiado la función depresidirlo. [...] Es cierto que su número es pequeño, ape­ nas una brasa de la sabiduría conservada al rescoldo en las distintas ciudades para que no se extinga y apague completamente en el género humano la virtud. Pero, si en todas partes los hombres hubieran pensado como estos pocos, y llegado a ser como la naturaleza quiere que sean: irreprochables y sin culpas, amantes de la sabiduría, rego­ cijados ante lo bello por la belleza misma y convencidos de que en ella [la belleza] reside el único bien, [...] [en­ tonces] plenas de felicidad hubieran llegado a estar sus ciudades.

Estoy convencido de que Wittgens­ tein, al igual que Kierkegaard, habría considerado que la idea de «demostrar» la verdad de la religión judía, cristiana o musulmana, apelando a las «pruebas históricas», no podía ser sino la consecuencia de una profunda confusión, a saber: confundir la transformación interior de la vida del creyente –que Wittgenstein entendía como la verdadera función de la religión– con las metas y prácticas de las explicaciones y las predicciones científicas.   

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