La Florida Sábado 02/03/2012
La Ilíada, o
El poema de la fuerza
El verdadero héroe, el verdadero tema, el centro de La Ilíada es la
fuerza. La fuerza manejada por los hombres, la fuerza que somete a los hombres,
la fuerza ante la cual la carne de los hombres se crispa. El alma humana sin
cesar aparece modificada por sus relaciones con la fuerza, arrastrada, cegada
por la fuerza de que cree disponer, doblegada por la presión de la fuerza que
sufre. Los que soñaron que la fuerza, gracias al progreso, pertenecía ya al
pasado, pudieron ver en este poema un documento; los que saben discernir la
fuerza, hoy como antes, en el centro de toda historia humana, encuentran en él
el más bello, el más puro de los espejos.
La fuerza es lo que hace de quienquiera, que le esté sometido, una cosa.
Cuando se ejerce hasta el fin, hace del hombre una cosa en el sentido más
literal, pues hace de él un cadáver. Habla alguien y, un instante después, no
hay nadie. Es un cuadro que La Ilíada no se cansa de presentar.
... los caballos
haciendo resonar los carros vacíos por los caminos de la guerra,
en duelo de sus conductores sin reproche. Ellos sobre la tierra
yacían, de los buitres más queridos que de sus esposas.
haciendo resonar los carros vacíos por los caminos de la guerra,
en duelo de sus conductores sin reproche. Ellos sobre la tierra
yacían, de los buitres más queridos que de sus esposas.
El héroe es una cosa arrastrada tras un carro en el polvo:
... Alrededor, los cabellos
negros estaban esparcidos, y la cabeza entera en el polvo
yacía, antes encantadora; ahora Zeus a sus enemigos
había permitido envilecerla en su tierra natal.
negros estaban esparcidos, y la cabeza entera en el polvo
yacía, antes encantadora; ahora Zeus a sus enemigos
había permitido envilecerla en su tierra natal.
A la amargura de tal cuadro la saboreamos pura, sin que ninguna ficción
reconfortante venga a alterarla, ninguna inmortalidad consoladora, ninguna
insípida aureola de gloria, o de patria.
Su alma fuera de sus miembros voló, fue hacia el Hades,
llorando su destino, abandonando su virilidad y su juventud.
llorando su destino, abandonando su virilidad y su juventud.
Más patética todavía, por lo doloroso del contraste, es la evocación
súbita, rápidamente borrada, de otro mundo, el mundo lejano, precario y
conmovedor de la paz, de la familia, ese mundo donde cada hombre es para los
que lo rodean lo que más cuenta.
En la casa ella ordenaba a sus sirvientas de hermosos cabellos
poner cerca del fuego un gran trípode, a fin de que hubiera
para Héctor un baño caliente al retornar del combate.
¡Ingenua! No sabía que muy lejos de los baños calientes
el brazo de Aquiles lo había sometido,
a causa de Atenas la de los ojos verdes.
poner cerca del fuego un gran trípode, a fin de que hubiera
para Héctor un baño caliente al retornar del combate.
¡Ingenua! No sabía que muy lejos de los baños calientes
el brazo de Aquiles lo había sometido,
a causa de Atenas la de los ojos verdes.
En verdad, estaba lejos de los baños calientes el desdichado. No estaba
solo. Casi toda La Ilíada transcurre lejos de los baños calientes. Casi
toda la vida humana ha transcurrido siempre lejos de los baños calientes.
La fuerza que mata es una forma sumaria, grosera, de la fuerza. Mucho más
variada en sus procedimientos y sorprendente en sus efectos es la otra fuerza,
la que no mata; es decir, la que no mata todavía. Matará seguramente, o
matará quizá, o bien está suspendida sobre el ser al que en cualquier momento
puede matar; de todas maneras, transforma al hombre en piedra. Del poder de
transformar un hombre en cosa matándolo procede otro poder, mucho más
prodigioso aun: el de hacer una cosa de un hombre que todavía vive. Vive, tiene
un alma, y sin embargo es una cosa. Ser muy extraño, una cosa que tiene un
alma; extraño estado para el alma. ¿Quién podría decir cómo el alma en cada
instante debe torcerse y replegarse sobre sí misma para adaptarse a esta
situación? No ha sido hecha para habitar una cosa, y cuando se ve obligada a
hacerlo no hay ya nada en ella que no sufra violencia.
Un hombre desarmado y desnudo sobre el cual se dirige un arma se convierte
en cadáver antes de ser alcanzado. Durante un momento todavía calcula, actúa,
espera:
Pensaba, inmóvil. El otro se aproxima, todo sobrecogido,
ansioso de tocar sus rodillas. En su corazón deseaba
escapar a la muerte malvada, al negro destino...
Y con un brazo apretaba para suplicar sus rodillas,
con el otro mantenía la aguda lanza sin abandonarla...
ansioso de tocar sus rodillas. En su corazón deseaba
escapar a la muerte malvada, al negro destino...
Y con un brazo apretaba para suplicar sus rodillas,
con el otro mantenía la aguda lanza sin abandonarla...
Pero pronto comprendió que el arma no se desviaría y, respirando aún, ya no
es más que materia, pensando todavía que ya no puede pensar en nada:
Así habló el hijo tan brillante de Príamo
con palabras de súplica. Oyó una palabra inflexible:
................
Dijo; al otro desfallecen las rodillas y el corazón;
abandona la lanza y cae sentado, las manos tendidas,
las dos manos. Aquiles desenvaina su aguda espada,
hiere en la clavícula, a lo largo del cuello; y toda entera
hunde la espada de doble filo. Él cara al suelo
yace extendido, y la negra sangre se escapa humedeciendo la tierra.
con palabras de súplica. Oyó una palabra inflexible:
................
Dijo; al otro desfallecen las rodillas y el corazón;
abandona la lanza y cae sentado, las manos tendidas,
las dos manos. Aquiles desenvaina su aguda espada,
hiere en la clavícula, a lo largo del cuello; y toda entera
hunde la espada de doble filo. Él cara al suelo
yace extendido, y la negra sangre se escapa humedeciendo la tierra.
Cuando, fuera del combate, un extranjero débil y sin armas suplica a un
guerrero, no por eso está condenado a muerte; pero un instante de impaciencia
de parte del guerrero bastaría para quitarle la vida. Es suficiente para que su
carne pierda la principal propiedad de la carne viva. Un pedazo de carne viva
manifiesta su vida ante todo por el estremecimiento; una pata de rana bajo una
corriente eléctrica se estremece; el aspecto próximo o el contacto de una cosa
horrible o aterrorizadora hace estremecer cualquier masa de carne, de nervios y
de músculos. Sólo este suplicante no se estremece, no tiembla; no tiene ese
derecho; sus labios tocarán el objeto para él más cargado de horror:
Vieron entrar al gran Príamo. Se detuvo,
apretó las rodillas de Aquiles, besó sus manos,
terribles, matadoras de hombres, que le habían asesinado tantos hijos.
apretó las rodillas de Aquiles, besó sus manos,
terribles, matadoras de hombres, que le habían asesinado tantos hijos.
El espectáculo de un hombre reducido a tal nivel de desgracia hiela casi
tanto como el aspecto de un cadáver:
Como cuando la dura desgracia embarga a alguien, cuando en su país
ha matado, y llega a la casa de otro,
de algún rico, un estremecimiento se apodera de los que lo ven,
así Aquiles se estremeció viendo al divino Príamo.
Los otros también se estremecieron, mirándose entre sí.
ha matado, y llega a la casa de otro,
de algún rico, un estremecimiento se apodera de los que lo ven,
así Aquiles se estremeció viendo al divino Príamo.
Los otros también se estremecieron, mirándose entre sí.
Pero es sólo un momento, y bien pronto aun la misma presencia del
desgraciado se olvida:
Dijo. El otro, pensando en su padre, deseaba llorar;
tomándolo por los brazos empujó un poco al anciano.
Ambos recordaban, el uno a Héctor matador de hombres
y se fundía en lágrimas a los pies de Aquiles, contra la tierra;
pero Aquiles lloraba a su padre, y por momentos también
a Patroclo; sus sollozos llenaban la morada.
tomándolo por los brazos empujó un poco al anciano.
Ambos recordaban, el uno a Héctor matador de hombres
y se fundía en lágrimas a los pies de Aquiles, contra la tierra;
pero Aquiles lloraba a su padre, y por momentos también
a Patroclo; sus sollozos llenaban la morada.
No por insensibilidad Aquiles con un gesto ha empujado al suelo a ese viejo
apretado a sus rodillas; las palabras de Príamo evocando a su anciano padre lo
han conmovido hasta las lágrimas. Es simplemente porque se siente tan libre en
sus movimientos y en sus actitudes como si en lugar de un suplicante fuese un
objeto inerte lo que toca sus rodillas. Los seres humanos que nos rodean por su
sola presencia tienen un poder, que les es propio, de detener, reprimir,
modificar, cada uno de los movimientos que nuestro cuerpo esboza; alguien que
pasa no desvía nuestro camino como un poste indicador; uno no se levanta,
camina, descansa en una habitación cuando está solo de la misma manera que
cuando tiene un visitante. Pero esta influencia indefinible de la presencia
humana no es ejercida por hombres a quienes un movimiento de impaciencia puede
privar de la vida aún antes que un pensamiento haya tenido tiempo de
condenarlos a muerte. Ante ellos los otros se mueven como si no estuvieran; y
ellos a su vez, en el peligro en que se encuentran de ser reducidos a nada en
un instante, imitan la nada. Empujados caen, caldos permanecen en tierra,
mientras a alguien no se le ocurra pensar en levantarlos. Pero levantados por
fin, honrados con palabras cordiales, que no vayan a tomar en serio esta
resurrección, a atreverse a expresar un deseo; una voz irritada los devolvería
de inmediato al silencio:
Dijo, y el anciano tembló y obedeció.
Al menos los suplicantes, una vez escuchados, vuelven a ser hombres como
los otros. Pero hay seres aun más desgraciados que, sin morir, se convierten en
cosas para el resto de su vida. No hay en sus jornadas ninguna alternativa,
ningún vacío, ningún campo libre para nada que venga de ellos mismos. No son
hombres que vivan más duramente que los otros, socialmente colocados más bajo
que los otros; es otra especie humana, un compromiso entre el hombre y el
cadáver. Que un ser humano sea una cosa es, desde el punto de vista lógico,
contradictorio; pero cuando lo imposible se convierte en realidad, lo
contradictorio se convierte en el alma en desgarramiento. Esa cosa aspira en
todo momento a ser un hombre, una mujer, y en ningún instante lo logra. Es una
muerte que se estira a todo lo largo de una vida; una vida que la muerte ha congelado
mucho antes de suprimirla.
La virgen, hija de un sacerdote, sufrirá esta suerte:
No la devolveré. Antes le sobrevendrá la vejez,
en nuestra morada, en Argos, lejos de su país,
corriendo al telar, viniendo a mi lecho.
en nuestra morada, en Argos, lejos de su país,
corriendo al telar, viniendo a mi lecho.
La joven mujer, la madre, esposa del príncipe, la sufrirá:
Y quizá un día en Argos tejerás la tela para otra.
Y llevarás el agua de Miseis o del Hipereo,
muy a pesar tuyo, bajo la presión de una dura necesidad.
Y llevarás el agua de Miseis o del Hipereo,
muy a pesar tuyo, bajo la presión de una dura necesidad.
El niño heredero del cetro real la sufrirá:
Ellas sin duda se irán al fondo de las cóncavas naves,
yo entre ellas; tú, hijo mío, conmigo.
Tú me seguirás y harás trabajos envilecedores
penando bajo la mirada de un amo sin dulzura...
yo entre ellas; tú, hijo mío, conmigo.
Tú me seguirás y harás trabajos envilecedores
penando bajo la mirada de un amo sin dulzura...
Tal suerte, a los ojos de la madre es tan horrible para su hijo como la
misma muerte; el esposo prefiere haber perecido antes que ver así reducida a su
mujer; el padre llama a todas las calamidades del cielo contra el ejército que
somete a su hija a ese destino. Pero en aquellos sobre quienes se abate, un
destino tan brutal borra las maldiciones, las rebeldías, las comparaciones, las
meditaciones sobre el futuro y el pasado, casi hasta el recuerdo. No
corresponde al esclavo ser fiel a su ciudad y a sus muertos.
Cuando sufre o muere uno de aquellos que le han hecho perder todo, que han
asolado su ciudad, que han asesinado a los suyos bajo sus ojos, entonces el
esclavo llora. ¿Por qué no? Sólo entonces le son permitidos los llantos. Hasta
le son impuestos. Pero en la servidumbre, ¿las lágrimas no corren fácilmente
desde el instante en que pueden hacerlo inpunemente?
Dijo llorando, y las mujeres gimieron,
tomando como pretexto a Patroclo, cada una por sus propias angustias.
tomando como pretexto a Patroclo, cada una por sus propias angustias.
En ninguna ocasión el esclavo tiene derecho a expresar algo, salvo lo que
puede complacer a su amo. Por eso si en una vida tan sombría algún sentimiento
puede despuntar y animarla un poco es el amor al amo. Todo otro camino está
cerrado al don de amar, como para un caballo uncido a un carro las varas, las
riendas y los frenos borran todos los caminos, salvo uno. Y si por milagro
aparece la esperanza de volver a ser un día, por un favor, alguien ... a qué
grados no llegarán el reconocimiento y el amor por hombres hacia los cuales un
pasado muy reciente debería inspirar horror:
Mi esposo, a quien me habían dado mi padre y mi madre respetada
lo vi ante mi ciudad transpasado por el agudo bronce.
Mis tres hermanos, nacidos de una misma madre,
¡tan queridos! encontraron el día fatal
pero tú no me dejaste, cuando mi marido por el rápido Aquiles
fue muerto, y destruida la ciudad del divino Mines,
verter lágrimas; me prometiste que el divino Aquiles
me tomaría por esposa legítima y me llevaría en sus naves
a Phthia, a celebrar el casamiento entre los mirmidones.
Por eso te lloro sin descanso, a ti que siempre fuiste dulce.
lo vi ante mi ciudad transpasado por el agudo bronce.
Mis tres hermanos, nacidos de una misma madre,
¡tan queridos! encontraron el día fatal
pero tú no me dejaste, cuando mi marido por el rápido Aquiles
fue muerto, y destruida la ciudad del divino Mines,
verter lágrimas; me prometiste que el divino Aquiles
me tomaría por esposa legítima y me llevaría en sus naves
a Phthia, a celebrar el casamiento entre los mirmidones.
Por eso te lloro sin descanso, a ti que siempre fuiste dulce.
No se puede perder más que lo que pierde el esclavo: pierde toda vida
interior. Sólo la reconquista en parte cuando aparece la posibilidad de cambiar
de destino. Tal es el imperio de la fuerza: ese imperio va tan lejos como el de
la naturaleza. También la naturaleza, cuando entran en juego las necesidades
vitales, borra toda vida interior y aun el dolor de una madre:
Pues aun Níobe la de la hermosa cabellera pensó en comer,
ella de quien doce hijos perecieron en su casa,
seis hijas y seis hijos en la flor de la edad.
A ellos, Apolo los mató con su arco de plata
en su cólera contra Niobe; a ellas, Artemisa que ama las flechas.
Porque ella se había comparado a Leto de hermosas mejillas
diciendo: " tiene dos hijos y yo engendré muchos".
Y esos dos, aunque no fuesen más que dos, los mataron a todos.
Nueve días yacieron en la muerte; nadie vino
a enterrarlos. Las gentes se habían convertido en piedras por voluntad de Zeus.
Y el décimo día fueron sepultados por los dioses del cielo.
Pero ella pensó en comer, cuando se sintió fatigada por las lágrimas.
ella de quien doce hijos perecieron en su casa,
seis hijas y seis hijos en la flor de la edad.
A ellos, Apolo los mató con su arco de plata
en su cólera contra Niobe; a ellas, Artemisa que ama las flechas.
Porque ella se había comparado a Leto de hermosas mejillas
diciendo: " tiene dos hijos y yo engendré muchos".
Y esos dos, aunque no fuesen más que dos, los mataron a todos.
Nueve días yacieron en la muerte; nadie vino
a enterrarlos. Las gentes se habían convertido en piedras por voluntad de Zeus.
Y el décimo día fueron sepultados por los dioses del cielo.
Pero ella pensó en comer, cuando se sintió fatigada por las lágrimas.
Jamás se expresó con tanta amargura la miseria del hombre, que hasta lo
hace incapaz de sentir su miseria.
La fuerza manejada por otro es imperiosa sobre el alma como el hambre
extrema, puesto que consiste en un perpetuo poder de vida y muerte. Y es un
imperio tan frío y tan duro como si fuera ejercido por la materia inerte. El
hombre que se siente siempre el más débil está en el corazón de las ciudades
tan solo, más solo de lo que podría estarlo un hombre perdido en medio del
desierto.
Dos toneles se encuentran colocados en el umbral de Zeus,
donde están los dones que otorga, malos en uno, buenos en otro...
A quien hace funestos dones expone a los ultrajes;
la terrible miseria lo arroja a través de la tierra divina;
va errante y no recibe consideración de los hombres ni de los dioses.
donde están los dones que otorga, malos en uno, buenos en otro...
A quien hace funestos dones expone a los ultrajes;
la terrible miseria lo arroja a través de la tierra divina;
va errante y no recibe consideración de los hombres ni de los dioses.
Tan implacablemente como la fuerza aplasta, así implacablemente embriaga a quien
la posee o cree poseerla. Nadie la posee realmente. En La Ilíada los
hombres no se dividen en vencidos, esclavos, suplicantes por un lado y en
vencedores, jefes por el otro; no se encuentra en ella un solo hombre que en
algún momento no se vea obligado a inclinarse ante la fuerza. Los soldados,
aunque libres y armados, no reciben menos órdenes y ultrajes:
A todo hombre del pueblo que veía y gritaba
golpeaba con su cetro reprendiéndolo así:
"¡Miserable, manténte tranquilo, escucha hablar a los otros,
a tus superiores! No tienes ni valor ni fuerza,
no cuentas para nada en el combate, para nada en la asamblea..."
golpeaba con su cetro reprendiéndolo así:
"¡Miserable, manténte tranquilo, escucha hablar a los otros,
a tus superiores! No tienes ni valor ni fuerza,
no cuentas para nada en el combate, para nada en la asamblea..."
Tersites paga caro palabras que sin embargo son perfectamente razonables y
que se asemejan a las que pronuncia Aquiles:
Lo golpeó; él se encorvó, sus lágrimas corrieron aprisa,
un tumor sangrante se formó en su espalda
bajo el cetro de oro; se sentó y tuvo miedo.
En el sufrimiento y el estupor enjugaba sus lágrimas.
Los otros, a pesar de su pena, se regocijaron y rieron.
un tumor sangrante se formó en su espalda
bajo el cetro de oro; se sentó y tuvo miedo.
En el sufrimiento y el estupor enjugaba sus lágrimas.
Los otros, a pesar de su pena, se regocijaron y rieron.
Pero el mismo Aquiles, ese héroe altivo, invicto, aparece en el comienzo
del poema llorando de humillación y de dolor impotente, después que le han
arrebatado ante sus ojos la mujer que quería hacer su esposa, sin que haya
osado oponerse.
....pero Aquiles
llorando se sentó lejos de los suyos, apartado,
al borde de las olas blanquecinas, la mirada sobre el vinoso mar.
llorando se sentó lejos de los suyos, apartado,
al borde de las olas blanquecinas, la mirada sobre el vinoso mar.
Agamenón ha humillado a Aquiles con un propósito deliberado, para demostrar
que es el amo:
.... Así sabrás
que puedo más que tú, y cualquier otro vacilará
antes de tratarme como igual y levantar la cabeza ante mí.
que puedo más que tú, y cualquier otro vacilará
antes de tratarme como igual y levantar la cabeza ante mí.
Pero algunos días después el jefe supremo llora a su vez y se ve obligado a
rebajarse, a suplicar, y siente el dolor de hacerlo en vano.
La vergüenza del miedo tampoco es perdonada a ninguno de los combatientes.
Los héroes tiemblan como los otros. Basta un desafío de Héctor para consternar
a todos los griegos sin excepción, salvo Aquiles y los suyos que están
ausentes:
Dijo, y todos callaron y guardaron silencio;
tenían vergüenza de rehusar, miedo de aceptar.
tenían vergüenza de rehusar, miedo de aceptar.
Pero desde que Áyax avanza, el miedo cambia de lado:
A los troyanos, un estremecimiento de terror hizo desfallecer sus miembros;
a Héctor mismo, su corazón saltó en el pecho;
pero no tenía derecho a temblar ni a refugiarse
a Héctor mismo, su corazón saltó en el pecho;
pero no tenía derecho a temblar ni a refugiarse
Dos días más tarde, Áyax a su vez siente terror:
Zeus padre, desde lo alto, en Áyax hizo subir el miedo.
Se detiene, sobrecogido, abandona el escudo de siete pieles,
tiembla, mira completamente extraviado la multitud, como un animal...
Se detiene, sobrecogido, abandona el escudo de siete pieles,
tiembla, mira completamente extraviado la multitud, como un animal...
También a Aquiles le ocurre una vez temblar y gemir de miedo, ante un río,
es verdad, no ante un hombre. A excepción suya, absolutamente todos aparecen en
algún momento vencidos. El valor contribuye menos a determinar la victoria que
el destino ciego, representado por la balanza de oro de Zeus:
En ese momento Zeus padre desplegó su balanza de oro.
Colocó dos partes de la muerte que siega todo,
una para los troyanos domadores de caballos, otra para los griegos acorazados de bronce.
La tomó por el medio, fue cuando bajó el día fatal para los griegos.
Colocó dos partes de la muerte que siega todo,
una para los troyanos domadores de caballos, otra para los griegos acorazados de bronce.
La tomó por el medio, fue cuando bajó el día fatal para los griegos.
A fuerza de ser ciego, el destino establece una especie de justicia, ciega
también, que castiga a los hombres armados con la pena del talión; La Ilíada
la formuló mucho antes que el Evangelio, y casi en los mismos términos:
Ares es equitativo, mata a los que matan.
Si todos están destinados desde el nacimiento a sufrir la violencia, es
esta una verdad que el imperio de las circunstancias oculta ante el espíritu de
los hombres. El fuerte no es jamás absolutamente fuerte, ni el débil
absolutamente débil, pero ambos lo ignoran. No se creen de la misma especie; ni
el débil se considera semejante al fuerte ni es considerado como tal. El que
posee la fuerza avanza en un medio no resistente, sin que nada, en la materia
humana que lo rodea, pueda suscitar entre el impulso y el acto ese breve
intervalo en que se aloja el pensamiento. Donde el pensamiento no tiene cabida,
ni la justicia ni la prudencia existen. Por eso los hombres de armas actúan
dura y locamente. Su arma se hunde en el enemigo desarmado que está a sus
rodillas; triunfan de un moribundo describiéndole los ultrajes que sufrirá su
cuerpo; Aquiles degüella doce adolescentes troyanos en la hoguera de Patroclo
con la misma naturalidad con que cortamos flores para una tumba. Al usar su
poder nunca piensan que las consecuencias de sus actos los obligarán a
inclinarse a su vez. Cuando se puede con una palabra hacer callar, temblar,
obedecer a un anciano, ¿se reflexiona que las maldiciones de un sacerdote
tienen importancia a los ojos de los adivinos? ¿Se abstiene de raptar la mujer
amada por Aquiles cuando se sabe que ella y él no podrán menos que obedecer?
Cuando Aquiles goza al ver huir a los miserables griegos, ¿puede pensar que esa
huida, que durará y terminará de acuerdo con su voluntad, va a hacerles perder
la vida a su amigo y a él mismo? De esa manera aquellos a quienes la fuerza es
prestada por la suerte perecen por contar demasiado con ella.
No es posible que no perezcan. Pues no consideran su propia fuerza como una
cantidad limitada, ni sus relaciones con otro como un equilibrio de fuerzas
desiguales. Los otros hombres, no imponen a sus movimientos esa pausa de donde
proceden nuestras consideraciones hacia nuestros semejantes, y concluyen que el
destino les ha dado todas las licencias, ninguna a sus inferiores. Entonces van
más allá de la fuerza de que disponen. Inevitablemente van más allá, ignorando
que es limitada. Entonces quedan librados sin recursos al azar y las cosas no
les obedecen ya. A veces el azar les sirve, otras los daña; y allí están
desnudos expuestos a la desgracia, sin la armadura de poder que protegía su
alma, sin que nada en adelante los separe ya de las lágrimas.
Esta sanción de un rigor geométrico, que automáticamente castiga el abuso
de la fuerza, fue el objeto primero de meditación entre los griegos. Constituye
el alma de la epopeya; bajo el nombre de Némesis es el resorte de las tragedias
de Esquilo; los pitagóricos, Sócrates, Platón, partieron de allí para pensar el
hombre y el universo. La noción se hizo familiar en todos los lugares donde
penetró el helenismo. Esta noción griega es quizá la que subsiste, con el
nombre de kharma, en los países orientales impregnados de budismo; pero
Occidente la ha perdido y ya ni siquiera tiene en sus lenguas palabras para
expresarla; las ideas de limite, de mesura, de equilibrio, que deberían
determinar la conducta de la vida, sólo tienen un empleo servil en la técnica.
No somos geómetras más que ante la materia; los griegos fueron primero
geómetras en el aprendizaje de la virtud.
La marcha de la guerra en La Ilíada consiste sólo en ese juego de
balanza. El vencedor del momento se siente invencible, aun cuando algunas horas
antes hubiera probado la derrota; olvida usar la victoria como algo que pasará.
Al final de la primera jornada de combate que relata La Ilíada los
griegos victoriosos sin duda podrían obtener el objeto de sus esfuerzos, es
decir Helena y sus riquezas; al menos si se supone, como lo hace Homero, que el
ejército griego tenla razón al creer a Helena en Troya. Los sacerdotes
egipcios, que debían saberlo, afirmaron más tarde a Heródoto que se encontraba
en Egipto. De todas maneras, esa tarde los griegos ya no querían eso:
"Que no se acepte en este momento ni los bienes de Paris
ni Helena; todos ven, hasta el más ignorante,
que Troya está ahora al borde de su pérdida.",
dijo; todos los aqueos lo aclamaron.
ni Helena; todos ven, hasta el más ignorante,
que Troya está ahora al borde de su pérdida.",
dijo; todos los aqueos lo aclamaron.
Lo que quieren es nada menos que todo. Todas las riquezas de Troya como
botín, todos los palacios, los templos y las casas como cenizas, todas las
mujeres y los niños como esclavos, todos los hombres como cadáveres. Olvidan un
detalle y es que no todo está en su poder, pues no están en Troya. Quizá
estarán mañana, quizá nunca.
Héctor el mismo día se deja llevar por el mismo olvido:
Pues sé muy bien en mis entrañas y en mi corazón
que vendrá un día en que perecerá la sagrada Ilión,
y Príamo y la nación de Príamo el de la buena lanza.
Pero pienso menos en el dolor que se prepara a los troyanos,
en Hécuba misma, y en Príamo el rey,
y en mis hermanos que, tan numerosos y valientes,
caerán en el polvo bajo los golpes de los enemigos,
que en ti, cuando uno de los griegos de coraza de bronce
te arrastre deshecha en lágrimas, quitándote la libertad.
.................
¡Que yo esté muerto y que la tierra me recubra
antes de que te oiga gritar, antes de que te vea arrastrada!
que vendrá un día en que perecerá la sagrada Ilión,
y Príamo y la nación de Príamo el de la buena lanza.
Pero pienso menos en el dolor que se prepara a los troyanos,
en Hécuba misma, y en Príamo el rey,
y en mis hermanos que, tan numerosos y valientes,
caerán en el polvo bajo los golpes de los enemigos,
que en ti, cuando uno de los griegos de coraza de bronce
te arrastre deshecha en lágrimas, quitándote la libertad.
.................
¡Que yo esté muerto y que la tierra me recubra
antes de que te oiga gritar, antes de que te vea arrastrada!
¿Qué no ofrecería en ese momento para apartar horrores que cree
inevitables? Pero no puede ofrecer nada, sino en vano. Dos días después los
griegos huyen miserablemente y Agamenón mismo quería embarcarse. Héctor que,
cediendo muy poco, podría entonces obtener fácilmente que los griegos se
retiraran, ni siquiera quiere permitirles partir con las manos vacías:
Encendamos fuegos en todas partes y que el resplandor suba al cielo
de miedo que en la noche los griegos de largas cabelleras
para huir se lancen a la ancha espalda de los mares...
Que más de uno tenga una flecha que soportar
... a fin de que todos teman
llevar a los troyanos domadores de caballos la guerra que produce llanto.
de miedo que en la noche los griegos de largas cabelleras
para huir se lancen a la ancha espalda de los mares...
Que más de uno tenga una flecha que soportar
... a fin de que todos teman
llevar a los troyanos domadores de caballos la guerra que produce llanto.
Su deseo se realiza; los griegos se quedan, y al día siguiente, a mediodía,
hacen de él mismo y de los suyos un objeto lastimoso:
Ellos a través de la llanura huían como vacas
que un león arroja hacía adelante, venido en medio de la noche...
Así los perseguía el poderoso atrida Agamenón,
matando sin descanso al último; ellos huían.
que un león arroja hacía adelante, venido en medio de la noche...
Así los perseguía el poderoso atrida Agamenón,
matando sin descanso al último; ellos huían.
En el curso de la tarde Héctor adquiere de nuevo ventaja, retrocede
después, luego derrota a los griegos, más tarde es rechazado por Patroclo y sus
tropas frescas. Patroclo, persiguiendo sus ventajas más allá de sus fuerzas,
termina por encontrarse expuesto, sin armadura y herido, a la espada de Héctor,
y al atardecer Héctor victorioso acoge con duras reprimendas el prudente aviso
de Polidamas:
"Ahora que he recibido del hijo de Cronos astuto
la gloria cerca de las naves, haciendo retroceder hasta el mar a los griegos,
¡imbécil! no propongas consejos tales ante el pueblo.
Ningún troyano te escuchará; yo no lo permitiré."
Así habló Héctor y los troyanos lo aclamaron...
la gloria cerca de las naves, haciendo retroceder hasta el mar a los griegos,
¡imbécil! no propongas consejos tales ante el pueblo.
Ningún troyano te escuchará; yo no lo permitiré."
Así habló Héctor y los troyanos lo aclamaron...
Al día siguiente Héctor está perdido. Aquiles lo ha hecho retroceder a
través de la Ranura y va a matarlo. Siempre fue el más fuerte de los dos en el
combate; ¡qué ventajas no tendrá ahora después de semanas de reposo, impuestas
por la venganza y la victoria, sobre un enemigo agotado! Héctor está solo ante
las murallas de Troya, completamente solo, para esperar la muerte y tratar de
que su alma se resuelva a hacerle frente.
¡Ay! Si pasara detrás de la puerta y la muralla,
Polidamas el primero me avergonzaría...
Ahora que perdí los míos por mi locura,
temo a los troyanos y a las troyanas de largos velos
y que no oiga decir a los menos valientes que yo:
"Héctor, confiando demasiado en su fuerza, perdió al país."
No obstante ¿si depusiera mi redondo escudo,
mi buen casco, y apoyando mi lanza en la muralla,
fuera hacia el ilustre Aquiles, a su encuentro?...
¿Por qué mi corazón me da tales consejos?
No me le acercaré; no tendría piedad
ni consideración; me mataría si estuviera así desnudo,
como a una mujer...
Polidamas el primero me avergonzaría...
Ahora que perdí los míos por mi locura,
temo a los troyanos y a las troyanas de largos velos
y que no oiga decir a los menos valientes que yo:
"Héctor, confiando demasiado en su fuerza, perdió al país."
No obstante ¿si depusiera mi redondo escudo,
mi buen casco, y apoyando mi lanza en la muralla,
fuera hacia el ilustre Aquiles, a su encuentro?...
¿Por qué mi corazón me da tales consejos?
No me le acercaré; no tendría piedad
ni consideración; me mataría si estuviera así desnudo,
como a una mujer...
Héctor no escapa a ninguno de los dolores ni de las vergüenzas que
corresponden a los desgraciados. Solo, despojado de todo prestigio de fuerza,
el coraje que lo ha mantenido fuera de los muros no lo preserva de la huida:
Héctor, viéndolo, fue preso de un temblor. No pudo resolverse a
permanecer...
No es por una oveja o por la piel de un buey
que se esfuerzan, recompensas habituales de la carrera;
corren por una vida, la de Héctor domador de caballos.
No es por una oveja o por la piel de un buey
que se esfuerzan, recompensas habituales de la carrera;
corren por una vida, la de Héctor domador de caballos.
Herido de muerte, aumenta el triunfo del vencedor con súplicas vanas:
Te imploro por tu vida, por tus rodillas, por tus padres.. .
Pero los que escuchaban La Ilíada sabían que la muerte de Héctor
daría una corta alegría a Aquiles, y la muerte de Aquiles una corta alegría a
los troyanos, y la aniquilación de Troya una corta alegría a los aqueos.
Así la violencia aplasta a los que toca. Termina por parecer exterior al
que la maneja y al que sufre. Entonces aparece la idea de un destino bajo el
cual verdugos y víctimas son igualmente inocentes; vencedores y vencidos,
hermanos en la misma miseria. El vencido es causa de desgracia para el vencedor
como el vencedor para el vencido.
Un solo hijo le ha nacido, para una corta vida; y todavía
envejece sin mis cuidados, puesto que muy lejos de la patria,
permanezco ante Troya para hacerte mal a ti y a tus hijos.
envejece sin mis cuidados, puesto que muy lejos de la patria,
permanezco ante Troya para hacerte mal a ti y a tus hijos.
Un uso moderado de la fuerza, que es lo único que permitirla escapar al
engranaje, demandaría una virtud más que humana, y tan rara como el mantenerse
digno en la debilidad. Por otra parte, la moderación no carece siempre de
peligro; pues el prestigio, que constituye más de las tres cuartas partes de la
fuerza, está formado ante todo por la soberbia indiferencia del fuerte por los
débiles, indiferencia tan contagiosa que se comunica a aquellos que son su
objeto. Pero de ordinario no es el pensamiento político el que aconseja el
exceso. En cambio la tentación al exceso es casi irresistible. Palabras
razonables se pronuncian a veces en La Ilíada; las de Tersites lo son al
más alto grado. Las de Aquiles irritado lo son también:
Nada vale para mí lo que la vida, aun todos los bienes que se dice
que contiene Ilión, la ciudad tan próspera..
Pues se pueden conquistar bueyes, gordos carneros...
Una vida humana, una vez que ha partido, no se reconquista.
que contiene Ilión, la ciudad tan próspera..
Pues se pueden conquistar bueyes, gordos carneros...
Una vida humana, una vez que ha partido, no se reconquista.
Pero las palabras razonables caen en el vacío. Si un inferior la pronuncia
es castigado y se calla; si es un jefe, sus actos no se conforman a estas
palabras. Y en último caso siempre se encuentra un dios para aconsejar lo
irrazonable. Por fin, la idea misma de que se pueda querer escapar a la
ocupación asignada por la suerte -la de matar y morir- desaparece del espíritu:
... nosotros a quienes Zeus desde la juventud ha asignado, hasta la vejez,
el penar en dolorosas guerras, hasta perecer el último.
Ya esos combatientes, como mucho más tarde los de Craonme, se sentían
"todos condenados".
Cayeron en esa situación mediante la trampa más sencilla. Al partir, su
corazón era liviano como siempre que se tiene para sí la fuerza y en contra de
sí el vacío. Sus armas están en sus manos; el enemigo, ausente. Excepto cuando
el alma se encuentra abatida por la reputación del enemigo, somos siempre más
fuertes que el ausente. Un ausente no impone el yugo de la necesidad. Ninguna
necesidad aparece todavía en el espíritu de los que van así, y por eso van
siempre como a un juego, como a unas vacaciones que los aparta de las
obligaciones diarias.
¿Qué se hicieron nuestras jactancias, cuando nos decíamos tan valientes,
las que a Lemos vanidosamente declamabais,
hartos de carne de bueyes de rectos cuernos,
bebiendo en las copas que desbordaban vino?
Que a cien o doscientos de esos troyanos cada uno
haría frente en el combate; ¡y he aquí que uno solo es demasiado para nosotros!
las que a Lemos vanidosamente declamabais,
hartos de carne de bueyes de rectos cuernos,
bebiendo en las copas que desbordaban vino?
Que a cien o doscientos de esos troyanos cada uno
haría frente en el combate; ¡y he aquí que uno solo es demasiado para nosotros!
Pero aun cuando se la ha probado, la guerra no cesa de parecer un juego. La
necesidad propia de la guerra es terrible, y muy distinta a la de los trabajos
de la paz. El alma no se somete a ella sino cuando no puede escapar, y en tanto
escapa pasa días vacíos de necesidad, días de juego, de sueños, arbitrarios e
irreales. El peligro es entonces una abstracción, las vidas destruidas son como
juguetes que un niño rompe, e igualmente indiferentes, el heroísmo es una
actitud teatral manchada por la jactancia. Si además en un instante una
afluencia de vida viene a multiplicar la capacidad de obrar, uno se cree
irresistible en virtud de una ayuda divina que garantiza contra la derrota y la
muerte. La guerra entonces es amada con facilidad y con bajeza.
Pero la mayoría de las veces ese estado no dura. Llega un día en que el
miedo, la derrota, la muerte de compañeros queridos, hace que el alma del
combatiente se pliegue ante la necesidad. La guerra deja entonces de ser un
juego, un sueño; el guerrero comprende por fin que la guerra existe realmente.
Es una realidad dura, infinitamente más dura de soportar, porque encierra la
muerte. El pensamiento de la muerte no puede sostenerse sino por relámpagos,
desde que se siente que la muerte es, en efecto, posible. Es verdad que todos
los hombres están destinados a morir y que un soldado puede envejecer en los
combates; pero en aquellos cuya alma está sometida al yugo de la guerra, la
relación entre la muerte y el porvenir no es igual que en los demás hombres.
Para los otros la muerte es un límite impuesto de antemano al porvenir, para
ellos es el porvenir mismo, el porvenir asignado a su profesión. Que los
hombres tengan por porvenir la muerte es algo contrario a la naturaleza. Desde
que la práctica de la guerra hace sensible la posibilidad de muerte que
encierra cada minuto, el pensamiento se vuelve incapaz de pasar de un día a
otro sin atravesar la imagen de la muerte. Entonces el espíritu posee una
tensión que no puede soportarse por mucho tiempo; pero cada alba nueva trae la
misma necesidad; los días agregados a los días forman años. El alma sufre
violencia todos los días. Cada mañana el alma se mutila de toda aspiración,
porque el pensamiento no puede viajar en el tiempo sin pasar por la muerte. Así
la guerra borra toda idea de fines, hasta la de los fines de la guerra. Borra
el pensamiento mismo de poner fin a la guerra. La posibilidad de una situación
tan violenta es inconcebible mientras se está fuera; su fin es inconcebible
mientras se está en ella. Así no se hace nada para conseguir ese fin. Los
brazos no pueden dejar de sostener y manejar las armas frente a un enemigo
armado; el espíritu debería calcular para encontrar una salida, pero ha perdido
toda capacidad de calcular en este sentido. Está íntegramente ocupado en
hacerse violencia. Siempre entre los hombres, ya se trate de servidumbre o de
guerra, las desgracias intolerables duran por su propio peso y así parecen desde
afuera fáciles de sobrellevar. Duran porque quitan los recursos necesarios para
salir de ellas.
Sin embargo el alma sometida a la guerra clama por su liberación; pero la
liberación misma se le aparece bajo una forma trágica, extrema, bajo la forma
de destrucción. Un fin moderado, razonable, mostraría desnuda ante el
pensamiento una desgracia tan violenta que ni siquiera puede soportarse como
recuerdo. El terror, el dolor, el agotamiento, las muertes, los compañeros
destruidos, no puede creerse que todas esas cosas cesen de morder el alma si la
embriaguez de la fuerza no las ahoga. La idea de que un esfuerzo sin límites no
podría producir sino un provecho nulo o limitado hace mal.
¿Qué? ¿Dejaremos a Príamo, a los troyanos, jactarse
de la argiva Helena, por quien tantos griegos
ante Troya han perecido lejos de la tierra natal?...
¿Qué? ¿Deseas que a la ciudad de Troya de amplias calles,
dejemos, por la que hemos sufrido tantas miserias?
de la argiva Helena, por quien tantos griegos
ante Troya han perecido lejos de la tierra natal?...
¿Qué? ¿Deseas que a la ciudad de Troya de amplias calles,
dejemos, por la que hemos sufrido tantas miserias?
¿Qué importa Helena a Ulises? ¿Qué le importa aun Troya, llena de riquezas
que no compensarán la ruina de Itaca? Troya y Helena importan sólo como causas
de sangre y lágrimas para los griegos; dominándolas se puede dominar espantosos
recuerdos. El alma a quien la existencia de un enemigo ha obligado a destruir
lo que en ella habla puesto la naturaleza no cree que pueda curarse sino
destruyendo al enemigo. Al mismo tiempo, la muerte de compañeros bienamados
suscita una sombría emulación de morir:
¡Ah! ¡morir de inmediato si mi amigo ha debido
sucumbir sin mi ayuda! muy lejos de la patria
ha perecido, y no me tuvo a su lado para apartar la muerte.. .
Ahora me dirijo al encuentro del asesino de una cabeza tan querida,
Héctor; a la muerte recibiré en el momento en que
Zeus vendrá a cumplirla, y todos los demás dioses.
sucumbir sin mi ayuda! muy lejos de la patria
ha perecido, y no me tuvo a su lado para apartar la muerte.. .
Ahora me dirijo al encuentro del asesino de una cabeza tan querida,
Héctor; a la muerte recibiré en el momento en que
Zeus vendrá a cumplirla, y todos los demás dioses.
La misma desesperación entonces empuja a perecer y a matar:
Sé bien que mi destino es perecer aquí,
lejos de mi padre y de mi madre amados, y sin embargo
no cesaré hasta que los troyanos se hayan saciado de guerra.
lejos de mi padre y de mi madre amados, y sin embargo
no cesaré hasta que los troyanos se hayan saciado de guerra.
El hombre habitado por esta doble necesidad de muerte pertenece, en tanto
no se convierte en otro, a una raza diferente de la raza de los vivos.
¿Qué eco puede encontrar en tales corazones la tímida aspiración a la vida,
cuando el vencido suplica que se le permita ver todavía la luz? Ya la posesión
de armas por un lado, la privación por el otro, quitan a una vida amenazada
toda importancia; y ¿cómo aquel que ha destruido en sí mismo el pensamiento de
que ver la luz es dulce podrá respetarlo en esta súplica humilde y vana?
Estoy a tus rodillas, Aquiles, ten consideración de mí, ten piedad;
estoy aquí como un suplicante, oh hijo de Zeus, digno de consideración.
Pues en tu casa el primero he comido el pan de Deméter,
ese día en que me cautivaste en mi vergel bien cultivado.
Y me has vendido, enviándome lejos de mi padre y de los míos,
a Lemos santa; te dieron por mí una hecatombe.
Fui rescatado por tres veces más; esta aurora es para mí
hoy la décima segunda, desde que volví a Ilión,
después de tantos dolores. Heme aquí entre tus manos
por un destino funesto. Debo ser odioso a Zeus padre
que de nuevo me libra a ti; para una breve vida mi madre
me ha hecho nacer, Laothoe, hija del anciano Altos.. .
estoy aquí como un suplicante, oh hijo de Zeus, digno de consideración.
Pues en tu casa el primero he comido el pan de Deméter,
ese día en que me cautivaste en mi vergel bien cultivado.
Y me has vendido, enviándome lejos de mi padre y de los míos,
a Lemos santa; te dieron por mí una hecatombe.
Fui rescatado por tres veces más; esta aurora es para mí
hoy la décima segunda, desde que volví a Ilión,
después de tantos dolores. Heme aquí entre tus manos
por un destino funesto. Debo ser odioso a Zeus padre
que de nuevo me libra a ti; para una breve vida mi madre
me ha hecho nacer, Laothoe, hija del anciano Altos.. .
¡Qué respuesta recibe esta débil esperanza!
Vamos, amigo, ¡muere tú también! ¿Por qué te quejas así?
Ha muerto también Patroclo que valía mucho más que tú.
Y yo, ¿no ves cómo soy hermoso y grande?
Soy de noble raza, una diosa es mi madre
pero también sobre mí se abaten la muerte y la dura necesidad,
será durante la aurora, por la tarde, o a la mitad del día,
cuando también a mí por las armas me arrancarán la vida...
Ha muerto también Patroclo que valía mucho más que tú.
Y yo, ¿no ves cómo soy hermoso y grande?
Soy de noble raza, una diosa es mi madre
pero también sobre mí se abaten la muerte y la dura necesidad,
será durante la aurora, por la tarde, o a la mitad del día,
cuando también a mí por las armas me arrancarán la vida...
Es necesario, para respetar la vida de otro cuando se ha debido mutilar en
sí mismo toda aspiración a la vida, un esfuerzo de generosidad que rompe el
corazón. No se puede suponer a ninguno de los guerreros de Homero capaz de tal
esfuerzo, salvo aquel que en cierto modo se encuentra en el centro del poema:
Patroclo, que "supo ser dulce con todos", y que en La Ilíada
no comete nada brutal ni cruel. Pero, ¿cuántos hombres conocemos, en miles de
años de historia, que hayan dado prueba de una generosidad tan divina? Es
dudoso que se puedan nombrar dos o tres. Falto de esta generosidad, el soldado
vencedor es como una calamidad natural; poseído por la guerra, como el esclavo,
aunque de distinta manera, se ha convertido en una cosa, y las palabras no
tienen poder sobre él como no lo tienen sobre la materia. Ambos, al contacto de
la fuerza, sufren su infalible efecto, que es transformar a quienes toca en
mudos o sordos.
Tal es la naturaleza de la fuerza. El poder que posee de transformar los
hombres en cosas es doble y se ejerce en dos sentidos; petrifica
diferentemente, pero por igual, a las almas de los que la sufren y de los que
la manejan. En las armas esta propiedad alcanza su más alto grado desde el
momento en que la batalla se orienta hacia una decisión. Las batallas no se
deciden entre hombres que calculan, combinan, toman una resolución y la
ejecutan, sino entre hombres despojados de esas facultades, transformados,
rebajados al nivel de la materia inerte que no es más que pasividad, o al de
las fuerzas ciegas que no es más que impulso. Este es el último secreto de la
guerra, y La Ilíada lo expresa por comparaciones, en las que los
guerreros parecen semejantes sea al incendio, a la inundación, el viento, a las
bestias feroces, a cualquier causa ciega de desastre; sea a animales
atemorizados, árboles, agua, arena, todo lo que es movido por la violencia de
las fuerzas exteriores. Griegos y troyanos, de un día a otro, a veces de una
hora a otra, sufren a su turno una y otra trasmutación:
Como por un león que quiere matar vacas son asaltadas
que en una pradera pantanosa y vasta pacen
por miles ... ; todas tiemblan; así entonces los aqueos
con pánico fueron puestos en fuga por Héctor y por Zeus padre, todos...
Como cuando el fuego destructor cae sobre el espesor de un bosque;
por todas partes en remolinos lo lleva el viento; entonces los fustes
arrancados, caen bajo la presión del fuego violento;
así el atrida Agamenón derribaba las cabezas
de los troyanos que huían...
que en una pradera pantanosa y vasta pacen
por miles ... ; todas tiemblan; así entonces los aqueos
con pánico fueron puestos en fuga por Héctor y por Zeus padre, todos...
Como cuando el fuego destructor cae sobre el espesor de un bosque;
por todas partes en remolinos lo lleva el viento; entonces los fustes
arrancados, caen bajo la presión del fuego violento;
así el atrida Agamenón derribaba las cabezas
de los troyanos que huían...
El arte de la guerra no es sino el arte de provocar tales transformaciones,
y el material, los procedimientos, la muerte misma infligida al enemigo no son
más que medios para ese efecto; su verdadero objeto es el alma misma de los
combatientes. Pero estas transformaciones constituyen siempre un misterio, y
los dioses son los autores, ellos que conmueven la imaginación de los hombres.
Sea lo que fuere, esta doble propiedad de petrificación es esencial a la
fuerza, y un alma colocada en contacto con la fuerza sólo escapa por una
especie de milagro. Tales milagros son raros y cortos.
La ligereza de los que manejan sin respeto a los hombres y las cosas que
tienen o creen tener a su merced, la desesperación que obliga al soldado a
destruir, el aplastamiento del esclavo y del vencido, las masacres, todo
contribuye a dibujar un cuadro uniforme de horror. La fuerza es el único héroe.
El resultado sería una gris monotonía si no hubiera, diseminados aquí y allá,
momentos luminosos, momentos breves y divinos en los que los hombres tienen un
alma. El alma que se despierta así, en un instante, para perderse pronto bajo
el imperio de la fuerza, se despierta pura e intacta; no aparece en ella ningún
sentimiento ambiguo, complicado o turbio, sólo el coraje y el amor tienen
lugar. A veces un hombre descubre así su alma deliberando consigo mismo, cuando
ensaya, como Héctor ante Troya, sin ayuda de los dioses ni de los hombres,
enfrentar completamente solo su destino. Los otros momentos en que los hombres
descubren su alma son aquellos en que aman; casi ninguna forma pura de amor
entre los hombres está ausente de La Ilíada.
La tradición de la hospitalidad, aun después de varias generaciones,
triunfa sobre la ceguera del combate:
Así, soy para ti un huésped amado en el seno de Argos ...
Evitemos los lances entre nosotros, aun en la confusión del combate.
Evitemos los lances entre nosotros, aun en la confusión del combate.
El amor del hijo por los padres, del padre, de la madre por el hijo, sin
cesar aparece indicado en una forma tan breve como conmovedora:
Ella respondió, Tetis, derramando lágrimas:
"Has nacido de mí para una breve vida, hijo mío, como dices... "
"Has nacido de mí para una breve vida, hijo mío, como dices... "
Lo mismo el amor fraternal:
Mis tres hermanos, nacidos de una misma madre, tan queridos...
El amor conyugal, condenado a la desgracia, es de una pureza sorprendente.
El esposo, al evocar las humillaciones de la esclavitud que esperan a la mujer
amada, omite aquella cuyo solo pensamiento mancharía de antemano su ternura.
Nada tan simple como las palabras dirigidas por la esposa al que va a morir:
... Más valdría para mí,
si te pierdo, estar bajo tierra; ya no tendré
otro apoyo, cuando hayas encontrado tu destino, sino males...
si te pierdo, estar bajo tierra; ya no tendré
otro apoyo, cuando hayas encontrado tu destino, sino males...
No menos conmovedoras son las palabras dirigidas al esposo muerto:
Mi esposo, has muerto antes de la edad, tan joven; y a mí, tu viuda,
me dejas sola en la casa; nuestro hijo muy pequeño
que tuvimos tú y yo, desdichado. Y pienso
que jamás será grande ...
........
Pues no has muerto en tu lecho tendiéndome las manos,
no has dicho una sabia palabra, para que siempre
piense en ella día y noche derramando lágrimas.
me dejas sola en la casa; nuestro hijo muy pequeño
que tuvimos tú y yo, desdichado. Y pienso
que jamás será grande ...
........
Pues no has muerto en tu lecho tendiéndome las manos,
no has dicho una sabia palabra, para que siempre
piense en ella día y noche derramando lágrimas.
La amistad más hermosa, la de los compañeros de combate, es el tema de los
últimos cantos:
... Pero Aquiles
lloraba, pensando en su compañero bienamado; el sueño
no lo tomó, que aquieta todo; y daba vueltas de aquí para allá
lloraba, pensando en su compañero bienamado; el sueño
no lo tomó, que aquieta todo; y daba vueltas de aquí para allá
Pero el triunfo más puro del amor, la gracia suprema de las guerras, es la
amistad que sube al corazón de los enemigos mortales. Hace desaparecer la sed
de venganza por el hijo muerto, por el amigo muerto, borra por un milagro aun
mayor la distancia entre bienhechor y suplicante, entre vencedor y vencido:
Pero cuando el deseo de beber y comer se hubo aplacado,
entonces el dárdano Príamo se puso a admirar a Aquiles,
qué bello y grande era; tenía el rostro de un dios.
Y a su vez el dárdano Príamo fue admirado por Aquiles
que contemplaba su hermoso rostro y escuchaba sus palabras.
Y cuando se saciaron de contemplarse uno al otro...
entonces el dárdano Príamo se puso a admirar a Aquiles,
qué bello y grande era; tenía el rostro de un dios.
Y a su vez el dárdano Príamo fue admirado por Aquiles
que contemplaba su hermoso rostro y escuchaba sus palabras.
Y cuando se saciaron de contemplarse uno al otro...
Esos momentos de gracia son raros en La Ilíada, pero bastan para
hacer sentir una aguda nostalgia hacia todo aquello que la fuerza hace y hará
perecer.
Sin embargo una tal acumulación de violencias sería fría sin un acento de
incurable amargura que se hace sentir continuamente, aunque indicado a menudo
por una sola palabra, a menudo hasta por el corte de un verso, por una
transposición. Así La Ilíada es algo único, por ese sabor amargo que
procede de la ternura y que se extiende a todos los humanos, como la claridad
del sol. Jamás el tono deja de estar impregnado de amargura, pero jamás se
rebaja a la queja. La justicia y el amor que casi no pueden tener cabida en
este cuadro de extremas e injustas violencias, lo bañan con su luz que sólo se
deja sentir en el acento. Nada precioso, perecedero o no, es despreciado, la
miseria de todos es expuesta sin disimulo ni desdén, ningún hombre está
colocado por encima o por debajo de la condición común a todos los hombres,
todo lo que se destruye es lamentado. Vencedores y vencidos están igualmente
próximos, son con el mismo derecho los semejantes del poeta y del oyente. Si
hay alguna diferencia, es que la desgracia de los enemigos se siente tal vez
con más dolor.
Así cayó, adormecido por un sueño de bronce,
el desgraciado, lejos de su esposa, defendiendo a los suyos...
el desgraciado, lejos de su esposa, defendiendo a los suyos...
¡Qué acento para evocar la suerte del adolescente vendido por Aquiles en
Lemos!
Once días se regocijó su corazón entre los que amaba,
volviendo de Lemos; el décimo segundo de nuevo
en las manos de Aquiles Dios lo ha librado, él que debía
enviarlo al Hades, aunque no quisiera partir.
volviendo de Lemos; el décimo segundo de nuevo
en las manos de Aquiles Dios lo ha librado, él que debía
enviarlo al Hades, aunque no quisiera partir.
Y la suerte de Euforbo, el que no vio más que un solo día de guerra:
La sangre empapó sus cabellos a los de las Gracias semejantes ...
Cuando se llora a Héctor:
... guardián de las esposas castas y de los hijos pequeños
esas palabras son suficientes para mostrar la castidad manchada por la
fuerza y los niños librados a las armas. La fuente a la puertas de Troya se
convierte en un objeto de aguda nostalgia, cuando Héctor la pasa corriendo para
salvar su vida condenada:
Allí se encontraban amplios lavaderos, muy cerca, hermosos, de piedra,
donde los vestidos resplandecientes eran lavados por las mujeres de Troya y por
las muchachas tan bellas, hace tiempo, durante la paz, antes que vinieran los
aqueos. Por allí corrieron, huyendo, y el otro detrás persiguiendo...
Toda La Ilíada está a la sombra de la desgracia mayor que exista
entre los hombres, la destrucción de una ciudad. Esta desgracia no aparecería
más desgarradora si el poeta hubiera nacido en Troya. Pero no es diferente el
tono cuando se trata de los aqueos que perecen lejos de su patria.
Las breves evocaciones del mundo de la paz hacen daño, de tal manera esa
otra vida, la vida de los vivientes, aparece tranquila y plena:
Mientras duró la aurora y subió el día,
de ambos lados hirieron las flechas y los hombres cayeron.
Pero a la misma hora en que el leñador va a preparar su comida
en los valles de las montañas, cuando sus brazos están cansados
de cortar los grandes árboles, y una fatiga se apodera del corazón
y el deseo del dulce alimento aparece en sus entrañas
a esta hora, por su valor, los dánaos rompieron el frente.
de ambos lados hirieron las flechas y los hombres cayeron.
Pero a la misma hora en que el leñador va a preparar su comida
en los valles de las montañas, cuando sus brazos están cansados
de cortar los grandes árboles, y una fatiga se apodera del corazón
y el deseo del dulce alimento aparece en sus entrañas
a esta hora, por su valor, los dánaos rompieron el frente.
Todo lo que está ausente de la guerra, todo lo que la guerra destruye o
amenaza está envuelto de poesía en La Ilíada; los hechos guerreros,
jamás. El paso de la vida a la muerte no está velado por ninguna reticencia:
Entonces saltaron sus dientes; vino por ambos lados
la sangre a sus ojos; la sangre que por labios y narices
derramaba, la boca abierta; la muerte con su negra nube lo envolvió.
la sangre a sus ojos; la sangre que por labios y narices
derramaba, la boca abierta; la muerte con su negra nube lo envolvió.
La fría brutalidad de los hechos de guerra no aparece disfrazada con nada,
porque ni vencedores ni vencidos son admirados, despreciados u odiados. El
destino y los dioses deciden casi siempre la suerte variable de los
combatientes. En los limites asignados por el destino, los dioses disponen
soberanamente de la victoria y la derrota; son ellos los que siempre provocan
las locuras y las traiciones, impiden la paz; la guerra es su asunto propio y
no tienen otros móviles que el capricho y la malicia. En cuanto a los
guerreros, las comparaciones que los muestran, vencedores o vencidos, como
bestias o cosas, no pueden suscitar admiración ni desprecio, sino únicamente
pena de que los hombres puedan ser así transformados.
La extraordinaria equidad que inspira La Ilíada quizá tiene ejemplos
desconocidos en nosotros, pero no tuvo imitadores. Apenas si se advierte que el
poeta es griego y no troyano. El tono del poema parece dar testimonio directo
sobre el origen de sus partes más antiguas; la historia tal vez no nos dará
nunca más claridad al respecto. Si creemos con Tucídides que, ochenta años
después de la destrucción de Troya, los aqueos, a su vez, sufrieron una
conquista, se puede preguntar si estos cantos, donde raramente se nombra al
hierro, no son los cantos de esos vencidos algunos de los cuales quizá se
exilaron. Obligados a vivir y morir "muy lejos de su patria" como los
griegos caídos ante Troya, habiendo perdido como los troyanos sus ciudades, se
encontraban a sí mismos tanto en los vencedores que eran sus padres, como en
los vencidos cuya miseria se asemejaba a la suya; la verdad de esta guerra
todavía próxima podía aparecerles a través de los años sin estar velada por la
embriaguez del orgullo ni por la humillación. Podían imaginársela a la vez como
vencidos y vencedores, conociendo así lo que jamás vencedores ni vencidos
conocieron, cegados unos y otros. Todo esto no es más que un sueño; casi no se
puede sino soñar con respecto a tiempos tan lejanos.
Sea como fuere, este poema es algo milagroso. La amargura se posa sobre la
única causa justa de amargura, la subordinación del alma humana a la fuerza, es
decir, al fin de cuentas, a la materia. Esta subordinación es igual para todos
los mortales, aunque el alma la lleva diferentemente según el grado de virtud.
Nadie en La Ilíada se substrae a ella, como nadie se substrae en la
tierra. Ninguno de los que sucumben es despreciado por eso. Todo lo que, en el
interior del alma y en las relaciones humanas, escapa al imperio de la fuerza,
es amado, pero amado dolorosamente por el peligro de destrucción continuamente
suspendido. Tal es el espíritu de la única epopeya verdadera que posee
Occidente. La Odisea parece como si fuera una excelente imitación a
veces de La Ilíada, a veces de poemas orientales; La Eneida es
una imitación que, por más brillante que sea, está afeada por la frialdad, la
declamación y el mal gusto. Las canciones de gesta no supieron alcanzar esta
grandeza por falta de equidad; la muerte de un enemigo no impresiona al autor y
al lector de la Chanson de Roland como la muerte de Rolando.
La tragedia antigua, al menos la de Esquilo y Sófocles, es la verdadera
continuación de la epopeya. El pensamiento de la justicia la ilumina sin
intervenir jamás; la fuerza aparece en su fría dureza, siempre acompañada de
efectos funestos a los cuales no escapan ni el que la emplea ni el que la
sufre; la humillación del alma bajo la necesidad no se disfraza, ni se envuelve
de una piedad fácil, ni se propone al desprecio; más de un ser herido por la
desgracia se ofrece a la admiración. El Evangelio es la última y maravillosa
expresión del genio griego así como La Ilíada es la primera; el espíritu
de Grecia se deja ver no sólo en el hecho de que todo nos ordena buscar,
excluyendo todo otro bien, "El reino de Dios y la justicia de nuestro
Padre celestial", sino también en su exposición de la miseria humana,
y de la miseria en un ser divino al mismo tiempo que humano. Los relatos de la
Pasión muestran que un espíritu divino unido a la carne es alterado por la
desgracia, tiembla ante el sufrimiento y la muerte, se siente, en el fondo de
su desamparo, separado de los hombres y de Dios. El sentimiento de la miseria
humana le da ese acento de sencillez que es la marca del genio griego y que
constituye todo el valor de la tragedia ática y de La Ilíada. Ciertas
palabras tienen un sonido extrañamente cercano al de la epopeya, y el
adolescente troyano enviado al Hades, aunque no quería partir, viene a la
memoria cuando Cristo dice a Pedro: "Otro te ceñirá y te llevará a
donde no quieres ir". Este acento no es separable del pensamiento que
inspira el Evangelio; pues el sentimiento de la miseria humana es una condición
de la justicia y del amor. El que ignora hasta qué punto la fortuna variable y
la necesidad tienen a cualquier alma humana bajo su dependencia no puede mirar
como semejantes y amar como a sí mismo a aquellos a quienes la suerte los ha
separado de él por un abismo. La diversidad de las presiones que pesan sobre
los hombres origina la ilusión de que hay entre ellos dos especies distintas
que no se pueden comunicar.
No es posible amar y ser justo si no se conoce el imperio de la fuerza y no
se sabe respetarlo.
Las relaciones del alma humana y el destino, la medida en que cada alma
modela su propia suerte, lo que una implacable necesidad transforma en un alma
cualquiera conforme a su suerte variable, lo que por efecto de la virtud y de
la gracia puede permanecer intacto, es una materia donde la mentira resulta
fácil y seductora. El orgullo, la humillación, el odio, el desprecio, la
indiferencia, el deseo de olvidar o ignorar, todo contribuye a esta tentación.
En particular, nada es más raro que una justa expresión de desgracia; al
pintarla, casi siempre se finge creer o que la degradación es una vocación
innata del desgraciado, o que un alma puede soportar la desgracia sin recibir
su marca, sin que cambien todos los pensamientos de una manera que sólo le
pertenece. Los griegos, casi siempre, tuvieron la fuerza espiritual que permite
no mentirse; fueron recompensados por ello y supieron alcanzar en todas las
cosas el más alto grado de lucidez, pureza y simplicidad. Pero el espíritu que
se transmite de La Ilíada al Evangelio pasando por los pensadores y los
poetas trágicos, casi no ha franqueado los limites de la civilización griega, y
desde que Grecia fue destruida no quedan más que reflejos.
Romanos y hebreos se creyeron ambos substraídos a la común miseria humana,
los primeros en tanto nación elegida por el destino para ser dueña del mundo,
los segundos por favor de su Dios y en la medida exacta en que lo obedecían.
Los romanos despreciaban a los extranjeros, a los enemigos, a los vencidos,
a sus súbditos, a sus esclavos; así no tuvieron ni epopeyas ni tragedias.
Reemplazaban las tragedias por los juegos de gladiadores. Los hebreos veían en
la desgracia el signo del pecado y por ende un legítimo motivo de desprecio.
Consideraban a sus enemigos vencidos como horribles ante Dios mismo y
condenados a expiar crímenes, lo que permitía la crueldad y hasta la hacía
indispensable. Por eso ningún texto del Antiguo Testamento tiene un tono
parecido al de la epopeya griega, salvo quizá ciertas partes del poema de Job.
Romanos y hebreos han sido admirados, leídos, imitados en actos y palabras,
citados siempre que hubo necesidad de justificar un crimen, durante veinte
siglos de cristianismo.
Además el espíritu del Evangelio no se transmitió puro a través de las
sucesivas generaciones de cristianos. Desde los primeros tiempos se creyó ver
un signo de la gracia en los mártires, en el hecho de soportar con alegría los
sufrimientos y la muerte, como si los efectos de la gracia pudieran ir más
lejos en los hombres que en Cristo. Los que piensan que Dios mismo, una vez que
se hizo hombre, no pudo tener ante sus ojos el rigor del destino sin temblar de
angustia, hubieran debido comprender que sólo se pueden elevar aparentemente
sobre la miseria humana los hombres que disfrazan el rigor del destino ante sus
propios ojos con la ayuda de la ilusión, la embriaguez o el fanatismo. El
hombre que no está protegido por la armadura de una mentira no puede sufrir la
fuerza sin ser alcanzado hasta el alma. La gracia puede impedir que esta herida
lo corrompa pero no puede impedir la herida. Por haberlo olvidado demasiado la
tradición cristiana no ha sabido reencontrar sino muy raramente la simplicidad
que hace punzante cada frase de los relatos de la Pasión.
Por otra parte, la costumbre de convertir mediante la coacción ha velado
los efectos de la fuerza sobre el alma de los que la manejan.
A pesar de la corta embriaguez producida en el Renacimiento por el
descubrimiento de las letras griegas, el genio de Grecia no ha resucitado en el
curso de veinte siglos. Algo aparece en Villon, Shakespeare, Cervantes,
Moliére, y una vez en Racine. La miseria humana es puesta al desnudo a
propósito del amor en L'Ecole de Fenimes, en Médre; extraño siglo, por otra
parte, en el cual, al contrario de la edad épica, sólo podía percibirse la
miseria humana en el amor, mientras que los efectos de la fuerza en la guerra y
en la política debían siempre estar envueltos de gloria. Quizá podrían citarse
otros nombres. Pero nada de lo que han producido los pueblos de Europa vale lo
que el primer poema conocido que haya aparecido en uno de ellos. Reconquistarán
quizá el genio épico cuando sepan que no hay que creer nada al abrigo de la
suerte, no admirar jamás la fuerza, no odiar a los enemigos ni despreciar a los
desgraciados.
Es dudoso que esto vaya a ocurrir pronto.
Simone Weill
Simone Weill
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