Culto a a Belleza María Milagros Rivera Garretas

La belleza femenina se muestra en la apariencia del cuerpo, o sea, en el modo en el que el cuerpo aparece, tanto si la belleza nace de la felicidad, de la inteligencia, de la armonía espiritual, de haber cumplido con el legado de la madre o de unas formas perfectas. La apariencia o aparición genuina es, sin embargo, la de la criatura humana en el momento de ser dada a luz por su madre, compareciendo en el mundo. En griego la llamaron parousía, que significa “presencia”. Esta palabra la tomó el cristianismo para referirse a la “segunda venida” o llegada gloriosa de Cristo para juzgar el mundo el día del Juicio Final.

El Dios de las mujeres no es Dios Padre sino Emmanuel, el Dios encarnado en cada criatura, el que está en mí y en lo otro de mí (Muraro, 2003). Cuando una mujer, por los motivos que sean, pierde el sentido de lo divino en ella, teme perder su belleza y, entonces, le tientan los ídolos del mercado. Tiende a abdicar su divino en la ciencia. Entonces, Dios se ausenta. La apariencia del cuerpo femenino se convierte en una mercancía con la que unos y otros comercian. Se discute si la mujer se adorna para los hombres, para las mujeres o para ella misma, olvidando a lo otro que está ya dentro de ella.

La mujer, en realidad, no puede abdicar de su divino en nadie mas que en ella, o sea, en lo otro que está dentro de ella. Emily Dickinson (1998) lo sabía y lo escribió en un poema difícil que dice: Me from Myself –to banish– / Had I Art – / Impregrable My Fortress / Unto All Heart – [...] And since We’re Mutual Monarch / How this be / Except by Abdication – / Me – of Me?

Si de desterrarme –de Mí–
El Don tuviera –
Mi Fortaleza sería inexpugnable
A Todo Corazón –
[...]
Y pues somos Monarca Mutua
¿Cómo puede ser esto
Si no es por Abdicación –

De Mí – en Mí?

Tal vez por eso, la apariencia del cuerpo de las mujeres ha sido, en la¡ Europa cristiana, una cuestión teológica, es decir, una cuestión relativa a Dios. En esa época, los teólogos discutieron incansablemente si era pecado que una mujer se adornara. Y concluyeron que sí. Para argumentarlo, escribieron en latín muchos tratados titulados De ornatu (Sobre el adorno).

La condena cristiana del adorno femenino es misoginia y, al mismo tiempo, es sensibilidad pura a la diferencia sexual y a la asimetría de los sexos. Es únicamente el cuerpo de las mujeres el que trae al mundo algo divino, algo propio de Dios, algo que da mucho que pensar y que temer porque encarna un poquito de esos atributos suyos de mucho peso, como eterno, omnisciente y omnipotente. Efectivamente, en la cadena de mujeres y de madres que forman la genealogía femenina que vincula el pasado con el futuro, hay una encarnación de la eternidad; la madre conoce y transmite lo simbólico, la ciencia divina de la lengua materna; y la potencia de la capacidad de ser dos con que nace el cuerpo de mujer puede decidir y decide sobre la vida y la no vida, siendo, en este sentido, omnipotente.

La moral cristiana intenta detener el hacer simbólico de una mujer porque, en la Europa anterior a la Ilustración, la Iglesia se erigió en garante del orden simbólico, usurpándole su lugar a la madre que nos enseña a hablar. Una mujer puede hacer y hace orden simbólico con su apariencia y su presencia.

Porque ocurre siempre algo imprevisto cuando una mujer entra en una habitación: “Una entra en la habitación...: pero habría que tensar mucho los recursos de la lengua inglesa y oleadas enteras de palabras tendrían que abrirse ilegítimamente a bandazos camino de existencia, antes de que una mujer pueda decir lo que ocurre cuando ella entra en una habitación”, escribió Virginia Woolf en Un cuarto propio (2003: 122-123). Lo que la belleza suscita en los intercambios ha sido llamado, durante siglos, admiración. La admiración se-duce (saca de sí), llevando a quien la siente más allá de su yo, hacia lo otro. La mística femenina ha dicho magistralmente lo otro como Dios.


“La belleza” –escribió María Zambrano– “hace el vacío –lo crea–, tal como si esa faz que todo adquiere cuando está bañado por ella viniera desde una lejana nada y a ella hubiera de volver”. Y añade: “Y en el umbral mismo del vacío que crea la belleza, el ser terrestre, corporal y existente, se rinde: rinde su pretensión de ser por separado y aun la de ser él, él mismo: entrega sus sentidos que se hacen unos con el alma. Un suceso al que se le ha llamado contemplación y olvido de todo cuidado”.

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