El Estado del disimulo José Ignacio Cabrujas
En 1783, nació en
Caracas, un genio inimitable, un extraterrestre insuperable, una
especie de carambola cósmica. La historia de Simón Bolívar, la que
aparece en sus documentos, en sus cartas, en sus manifiestos, en sus
consideraciones sobre la política de los primeros años del siglo
XIX, no tiene nada que ver con ese semi-Dios inventado, fertilizado y
a veces censurado por la Sociedad Bolivariana. Desde luego, el culto
a Bolívar, la sacralización del Padre de la Patria, no es una
potestad única de la Sociedad Bolivariana. Desde Guzmán Blanco para
acá, no ha habido un presidente de Venezuela que no haya citado a
nuestro gran personaje a la hora de cometer cualquier arbitrariedad.
El
pensamiento de
Bolívar es romántico y por lo tanto febril y tormentoso, repleto de
humores,
indignaciones,
exaltaciones, tormentos y alucinaciones, como las sinfonías de
Beethoven o las
extravagancias de
Lord Byron. De hecho, quienes conocieron de cerca a Bolívar nos lo
describen como un
hombre pintoresco, escénico, amigo de los coups de theatre,
erotómano e
inestable. De allí
que sus acciones en el campo político presentan claras
contradicciones, malos
humores, depresiones
y cuanto “ego” puede haber en este mundo, características todas
estas
que lo hacen ser un
hijo de su tiempo. Este hombre intuye en Europa una visión
americana. Él
tiene el paisaje.
Europa le aporta una ideología, o dicho más rigurosamente, una
inquietud
ideológica. Su
pasión, la misma que le llevó a inventar sombreros a París o a
jugar naipes como
un libertino
desaforado, lo induce a afirmar que Napoleón Bonaparte es un
traidor, que ha
cambiado la casaca
republicana por ese manto de armiño y ese oropel de pedrería que
aparece
en el famoso cuadro
de la coronación. Napoleón ha abandonado los principios esenciales
de la
revolución
francesa. Bolívar, atrapado en esa ira, merienda en el Monte Sacro
de Roma, y allí, si
ha de creerle uno a
la tormentosa memoria de Simón Rodríguez, nuestro Libertador habla
del
Imperio Romano y de
piedras seculares y de la Independencia de su tierra. Dicho de otra
manera: Él va a enmendarle la plana a Napoleón. Él va a hacer lo
que Napoleón no hizo. Él va a vivir un drama masónico, el sueño
de los “freres” y todo eso, en Güiria o en Ocumare o en Puerto
Cabello. La construcción de la obra es la construcción de él
mismo. Él es su obra. Terminada la acción donde este caraqueño se
desempeña con impresionante y hasta neurótica tenacidad, Bolívar
pierde el rumbo y se convierte en un hombre incómodo.
El concepto de
Estado es simplemente un “truco legal” que justifica formalmente
apetencias,
arbitrariedades y
demás formas del “me da la gana”. Estado es lo que yo, como
caudillo, como
simple hombre de
poder, determino que sea Estado. Ley es lo que yo determino que es
Ley.
Con las variantes
del caso, creo que así se ha comportado el Estado venezolano, desde
los
tiempos de Francisco
Fajardo hasta la actual presidencia del doctor Jaime Lusinchi. El
país tuvo
siempre una visión
precaria de sus instituciones porque, en el fondo, Venezuela es un
país
provisional.
La historia nos
habla de un país rico habitado por depredadores incapaces de otra
nostalgia que no fuese el recuerdo de España. Se dice que nuestros
indígenas eran tribus errantes que marchaban de un lugar a otro en
busca de alimentos. Pero tan errantes como los indígenas fueron los
españoles. Vivir fue casi siempre viajar y cuando el Sur comenzó a
presentirse como el lugar del “oro prometido”, llámese Dorado o
Potosí, Venezuela se convirtió en un sitio de paso donde quedarse
significaba ser menos. Menos que Lima. Menos que Bogotá. Menos que
el Cuzco. Menos que La Paz. Se instaló así un
concepto de ciudad
campamento magistralmente descrito por Francisco Herrera Luque en una
de sus novelas.
En tiempos del
doctor Caldera, yo trabajaba en el fallecido INCIBA y había allí
una disposición mediante la cual no se podían efectuar órdenes de
pago por encima de cinco mil bolívares. Un cheque por más de cinco
mil bolívares tenía que ser sometido a revisiones, autorizaciones y
otras tortuosidades que escapaban a la dinámica de ese gasto, casi
siempre urgente. ¿Qué solución se encontró para burlar este
principio, probablemente justo, probablemente necesario? Emitir
varios cheques de cinco mil bolívares a la misma persona o a la
misma entidad. Si era necesario gastar diez mil bolívares en una
urgencia, se ordenaban dos cheques de cinco mil y todo el mundo en
paz. No se trataba de un robo. Se
podría definir como
una realidad paralela al ser apolíneo que es el Estado venezolano.
Es el precio de la
confesión, o si se quiere, de la sinceridad. Creo que la sociedad
venezolana, y
me refiero a la
sociedad en el sentido de grupo humano que establece ciertos
compromisos,
ciertos objetivos
comunes, está basada en una mentira general, en un vivir postizo. Lo
que me gusta no es legal. Lo que me gusta no es moral. Lo que me
gusta no es conveniente. Lo que me
gusta es un error.
Entonces, obligatoriamente tengo que mentir. No voy a renunciar a mis
apetencias, a mi
“verdad”. Voy a disimularla. Voy a aparentar esto o lo otro, para
así poder
esconderme, porque
vivo en un país donde mis deseos no forman parte de la poesía,
donde el
“culo de la
alemana” o los 15 rones del atardecer no son “culturales”,
donde la descripción que
se hace de mí en
términos literarios, pictóricos, es decir, en términos “sublimes”
pertenece a ese
edificio casi
teologal que es el “deber ser”. ¿De dónde sacamos nuestras
instituciones públicas?
¿De dónde sacamos
nuestra noción de “Estado”? De un sombrero.
Vivir es defendernos
del Estado. Defendernos de un patrón ético al que llamamos “Estado”
y
que no es otra cosa
que la traslación mecánica de un esquema europeo. Se aceptó la
“moral” y
la “cívica”,
como me las enseñaban en el bachillerato, cuando mi profesor en el
Liceo Fermín
Toro me decía una
cosa y el policía de la esquina me decía otra. Vivimos en una
sociedad que
no ha podido escoger
entre la “moral” y la “cívica”, hasta el sol de hoy,
conceptos absolutamente
contrapuestos. Si
soy “moral” no soy “cívico”. Y si soy “cívico”, ¿cómo
diablos hago para ser
moral? El Estado
venezolano, dicho así, con mayúsculas, no se parece a los
venezolanos. El
Estado venezolano es
una aspiración mítica de sus ciudadanos. El Presidente es
presidente sólo
porque él dice que
es presidente. Pero, en realidad, no es un presidente. Es una persona
que
está allí,
desempeñando una provisionalidad, mientras le encontramos su “lado
flaco”, su rasero
de miserias
cotidianas, su condición de “zángano” del panal. De allí que
la función presidencial
no es entendida del
todo por los ciudadanos. Casi todos nuestros compatriotas piensan
“honestamente”
que el Presidente, sea quien sea, llámese como se llame, es un
ladrón. O es
más o menos un
ladrón. Si un hombre llega a Miraflores, es necesariamente “lógico”
que se
dedique a robar. Si
no lo hace, pertenece a la categoría de los “inexistentes”, al
limbo del“paradigma”. Desde luego, no nos gusta que el Presidente
robe. No nos gusta. Lo damos por
hecho. Puede ser que
nos quejemos amargamente de la corrupción gubernamental, de tal o
cual
pillo que se robe un
dinero, pero la damos por hecho. “Todos los políticos son unos
bandidos”.
“Todos los
políticos son unos corruptos”. “Todos los políticos son unos
ladrones”. Eso es lo que
realmente pensamos.
El corrupto no es un ser excepcional. El corrupto es un ser lógico,
sostenido por una
relación de causa y efecto. El corrupto es “la norma”. El hombre
honesto o es
un pendejo o es
simplemente una excepción lujosa.
La riqueza petrolera
tuvo la fuerza de un mito. Mi padre hablaba de Filippo Gagliardi como
los
norteamericanos
hablaban de Henry Ford. Digo mal, porque la riqueza de Henry Ford es
el
producto concreto de
una inventiva y de una inmensa capacidad de trabajo. Pero Gagliardi
en
los años de Pérez
Jiménez llegó al sitio del “baúl de morocotas”. Llegó, según
mi padre, con los
pantalones rotos. De
hecho, tuvo que hacerse unos pantalones, nada menos que con la
bandera
del barco y ahora,
me parece estarlo oyendo, míralo, míralo a donde llegó.
Era un crecimiento
que no dependía de nosotros. El mundo nos hacía crecer. La
prosperidad norteamericana o europea nos hacía crecer. El
nacionalismo egipcio nos hacía crecer. Las ambiciones árabes nos
hacían crecer. Y de repente, ese crecimiento se detuvo. Hemos
comenzado a vivir un déficit, y el presidente Lusinchi no ha podido
soltar una balandronada de esas de, “ahora somos más ricos” o
“estamos pensando regalarle un barco a Bolivia” o “vamos a
prestarle dinero a los países pobres de Latinoamérica”, como
alguna vez nos dijo Pérez Jiménez. Por el contrario, andamos ahora
de lo más modestos y nuestra única soberbia es pagar puntualmente
los intereses de la deuda externa y a
regañadientes un
pedacito de capital. El gobierno tiene problemas y todo el mundo sabe
que el
gobierno tiene
problemas. Entonces nos ha empezado a interesar la suerte del
gobierno.
No fue Pérez
Jiménez un gobernante impopular. Fue simplemente un gobernante
“apopular”. Derrocó el gobierno de Acción Democrática con un
golpe frío sumamente aplaudido por la exigua clase media, por los
socialcristianos y por la elite financiera. Acción Democrática se
disolvió como un antiácido a
pesar de toda esa
leyenda de oposición clandestina... heroica, precisamente por lo que
tuvo de
individual, porque
fue el enfrentamiento de una dictadura ante una pavorosa indiferencia
general.
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