24 de marzo del 2003 / Janet Kelly ya no vive aquí


Aseguran que un Dios Salvaje gobierna ese momento definitivo en el que los hombres deciden despedirse de la vida con un acto propio, violento e irreversible. Dicen demasiadas cosas sobre quienes se despiden prematuramente de la vida. ¿Puede un suicidio, uno de los setecientos casos que conmueven a la sociedad venezolana todos los años, convertirse en el paradigma de un momento histórico convulsionado? Habría que ver. Lo cierto es que el 24 de marzo de 2003 no fue un buen día para Janet Kelly, la académica que llegó a Venezuela en 1982, para integrar el plantel de profesores del Instituto de Estudios Superiores de Administración, conocido como IESA.

Tenía 56 años, había nacido en Overbrook (Pennsylvania) y la mañana de ese lunes quedó para siempre sellado como un signo indescifrable en el mapa de las turbulencias nacionales. La investigación adelantada por las autoridades policiales dejó en claro que la doctora Kelly escribió en un papel nombre, cédula, teléfono y dirección de habitación. Y lo guardó en un bolsillo de su pantalón. También le entregó un sobre a la empleada doméstica de su casa, Amparo Lozano, y se despidió de ella antes de las diez de la mañana.

Esta mujer gruesa, de estatura baja, con el pelo lacio y ojos severos, a través de los cuales se expresaba una mirada aguda y perturbadora de la vida, encendió el motor de su automóvil toyota Yaris y se dirigió a la Cota Mil, arteria de circunvalación que rodea el norte de la ciudad de Caracas. En uno de los puentes de esta autopista detuvo el vehículo y se lanzó al vacío como si ese fuera un rito común en la vida de los venezolanos.

Un conductor encontró el cadáver y llamó a la policía del municipio Chacao. A las once de la mañana la noticia se había regado como pólvora encendida, y su muerte se convirtió ya en un signo de espanto y en una enorme interrogante que tal vez nadie pueda resolver. Por lo menos dos emisoras de radio recibieron llamadas de ciudadanos que confesaron haber visto a la señora Janet Kelly en la autopista, empujada por chavistas desde lo alto del precipicio. Otros acusaron a antichavistas de haberla arrojado al vacío.

La verdad es que nadie podía entender esa muerte. Era tan incomprensible tal desesperación en una intelectual que apreciaba Venezuela por su gente, por su clima, por su calidad de vida; en una empresaria que decidió -cuando otros vendían sus empresas- adquirir el único periódico en idioma inglés del país; en una madre cariñosa y atenta de sus hijos; en un espíritu que había peleado a brazo partido contra los lugares comunes y contra los rótulos que simplificaban la complejidad de la realidad venezolana; en una mujer llena de energía que nadaba una vez a la semana cuarenta piscinas con estilo, como la más exigente de las competidoras. Pero además era imposible comprender ese gesto en una persona que conocía los estragos que producía el suicidio en los hijos (a su marido, Gustavo Escobar, se le suicidó la madre en Nueva York).

Horas más tarde su hijo Daniel (Juan Pablo estudiaba en Francia) encontró en el departamento de la avenida Mohedano en La Castellana la carta que dejó su madre. Se desvanecían ante esta prueba entonces todas las especulaciones de los chavistas y antichavistas de la Cota Mil, así como las especulaciones políticas de cualquier otro orden. En esa comunicación, escrita en inglés, Kelly se despedía de su familia y del mundo. Allí le pidió perdón a sus hermanos de Estados Unidos, por haberse alejado por tanto tiempo. Y también se disculpó ante sus hijos, quienes ya habían sufrido los problemas psicológicos del padre.

Dolorosa en muchos sentidos, esa carta manifiesta su estado de ánimo. Había perdido todas las esperanzas: se sentía frustrada como madre, como esposa, como mujer e incluso como docente. Suponía que sus colegas en el IESA no la toleraban. En otro momento hace referencia a la guerra de Irak: si mueren tantos seres humanos allá, qué podría importar, alega, otra muerte en Caracas. Nunca habla de problemas económicos en esta correspondencia, pero reconoce que ha hecho una mala inversión con la compra de The Daily Journal.

Ni esta carta final, ni la feroz forma simbólica que escogió para despedirse, se parecen a lo que dibujó la vida exterior de Janet Kelly. La parábola de su educación tampoco pareciera tender sombras que permitieran presagiar semejante final: secundaria en el Colegio del Sagrado Corazón de Overbrook (Pensilvania, 1965); licenciatura en la Escuela de Servicio Exterior en Georgetown (Washington, DC, 1969); maestría (1971) y doctorado (1975) en la Escuela de Estudios Internacionales Avanzados de la Universidad de John Hopkins (Washington, DC); y trabajo posdoctoral en Harvard (Massachussets, 1976). Un desempeño ejemplar, sin grietas ni zonas grises.

Se ha estudiado que las mujeres se suicidan de forma muda, silenciosa, íntima. Escogen una bañera con agua tibia para cortarse las venas. Otras veces toman pastillas o encienden el gas en la cocina. Rara vez optan por una ventana para lanzarse al vacío, aunque se conocen casos. Aquí también la terca decisión de Janet Kelly se encargó de romper los paradigmas conocidos.

Sobreviven demasiadas incógnitas frente a la desaparición de Janet Kelly, entre otras razones porque la muerte es un planeta desconocido para los seres humanos. Todo el mundo siempre la percibió como la mujer fuerte, cínica, provocadora… ¿No se habrá cansado de ser lo que era? Como lo ha anotado con tino la columnista Ana Julia Jatar, había perdido a su padre recientemente. ¿No era esa figura la que la ayudaba a enfrentar el mundo desde ese papel incómodo que había aprendido a jugar socialmente?

Ella era irreverente e iconoclasta. ¿Esa posición no la condenaba a la soledad en un país polarizado e insoportablemente tenso, en el que no siempre caían bien las confrontaciones? Había pasado toda la vida en el aula, dedicada a entender con rigor prusiano la gerencia privada y las políticas públicas. ¿No sería intolerable haberse echado al agua de los negocios y presentir que el fracaso se avecinaba como una catástrofe inevitable? Finalmente, su muerte no logró salvarse de los convencionalismos de un país enfermo. La locura del chavismo y de la oposición no pudo respetar ni siquiera sus últimos gestos.

Cabe preguntarse qué se puede rescatar de una vida, si su fortaleza o su debilidad, si su deslumbramiento como figura pública o ese momento de crisis personal cuando todas las oportunidades se desvanecen y se siente que no tiene sentido seguir adelante. La razón pareciera indicar que es necesario rescatar los impulsos vitales. Pero no podemos ser inflexibles. En muchas direcciones cabría reconocer que el brillo de una vida valiosa puede apagarse también porque el país vive una de sus peores tragedias contemporáneas. La nación en los últimos años ha deprimido y asfixiado a sus ciudadanos. Acabó con todas las certezas. Lo que no es poca cosa. He ahí una oscuridad no resuelta. http://gentequenecesitaterapia.wordpress.com/2005/09/24/parte-de-guerra/

Comentarios

  1. I knew Janet when we were 19 to 22 or so. I thought I knew her fairly well and am surprised at this ending. It's hard for me to accept.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares