Audre Lorde
Hubo algo de lo que siempre saqué
fuerzas, y no se puede llamar valentía ni coraje, a no ser que esto
sea el material del que están hechos la valentía y el coraje; me
refiero a la sensación de que puesto que soy vulnerable en
muchísimos aspectos y no puedo dejar de serlo, al menos no voy a
aumentar mi vulnerabilidad poniendo en manos de mis enemigos las
armas del silencio.
¿Q UÉ ES LO QUE APRENDISTE DE TU
MADRE ?
La importancia de la comunicación no
verbal, por debajo del lenguaje. Expandí mi vida gracias a ella. Al
propio tiempo, como vivía en este mundo, no quería emplear el
lenguaje igual que mi madre. Ella tenía una relación curiosa con
las palabras: cuando una palabra no le servía o no poseía la fuerza
suficiente, sencillamente inventaba otra, y esas palabras inventadas
pasaban a formar parte del lenguaje familiar, y ay de aquel que las
olvidara. Pero creo que mi madre me enseñó algo más... que había
un poderoso mundo de comunicación y contacto no verbal entre las
personas, un mundo que era absolutamente esencial y había que
aprender . A descifrar y a emplear. Uno de los motivos de que me
costara tanto hacerme mayor fue que mis padres, y en particular mi
madre, siempre esperaban que supiera lo que sentían, mi madre
esperaba que lo supiera sin necesidad de decírmelo. Y a mí me
parecía natural. Mi madre esperaba que lo supiera todo, aunque no se
lo hubiera oído decir...
Frances y yo estábamos pensando en
asistir a un congreso de feminismo y lesbianismo este verano, pero
nos comunicaron que no se permitía la asistencia de niños varones
mayores de diez años, lo cual nos planteaba problemas filosóficos a
la par que logísticos; así pues, enviamos la siguiente carta:
Hermanas:
Diez años de convivencia como pareja
lesbiana interracial nos han enseñado los peligros que entraña una
perspectiva excesivamente simplista sobre el carácter y las
soluciones de cualquier tipo de opresión, así como el peligro
inherente a toda visión incompleta.
Nuestro hijo de trece años representa
una esperanza tan grande para el mundo futuro como nuestra hija de
quince años, y no estamos dispuestas a abandonarlo en las calles
asesinas de Nueva York mientras viajamos al oeste para contribuir a
crear una visión feminista-lesbiana de un mundo futuro en el que
todos podamos sobrevivir y florecer. Confío en tener la oportunidad
de proseguir este diálogo en un futuro próximo, pues lo considero
importante para nuestra visión y para nuestra supervivencia.
El problema de la segregación dista
mucho de ser sencillo. Estoy agradecida por tener un hijo varón, ya
que eso me ayuda a mantener una actitud honesta. Cada una de las
líneas que escribo proclama que no hay soluciones fáciles.
Los hombres que tienen miedo a los
sentimientos necesitan que haya mujeres a su alrededor para que
sientan por ellos y, al propio tiempo, desprecian a las mujeres por
la supuesta “inferioridad” que representa la capacidad de sentir
profundamente. Pero, de esta forma, los hombres renuncian a su
humanidad esencial y quedan atrapados en la dependencia y el miedo.
Jonathan tenía tres años y medio
cuando conocí a Frances, mi amante; tenía siete cuando empezamos a
vivir todos juntos de manera estable. Desde el principio, Frances y
yo nos empeñamos en que en nuestra casa no hubiera secretos con
respecto a que éramos lesbianas, y eso ha sido una fuente de
problemas y de fortaleza para los dos niños. Adoptamos esa actitud
porque sabíamos que todo lo que ocultáramos por miedo podría ser
usado en contra de los niños o en contra nuestra; es una
justificación de la franqueza imperfecta pero práctica. Conocer el
miedo nos ayuda a ser libres.
Cuando Jonathan tenía ocho años y
estaba en tercer grado nos mudamos, y él empezó a asistir a otro
colegio donde le hacían la vida imposible por ser novato. A Jonathan
no le gustaban los juegos violentos. No le gustaba pelearse. No le
gustaba tirarles piedras a los perros. Y todo esto lo convirtió
enseguida en una víctima fácil.
Una tarde en que mi hijo llegó a casa
llorando, mi hija Beth me explicó que los gamberros del barrio
siempre obligaban a Jonathan a volver a casa corriendo cuando ella no
estaba presente para defenderlo. Y cuando me enteré que el jefe de
la banda era un niño de la clase de Jonathan y de su tamaño, me
sucedió algo curioso y muy inquietante. La rabia inspirada por mi
impotencia de antaño y el dolor de ver el sufrimiento de mi hijo me
hicieron olvidar todo lo que sabía de la violencia y el miedo, y
empecé a culpar a la víctima, echándole la bronca al lloroso
Jonathan. “La próxima vez que vengas aquí llorando...”, de
pronto me interrumpí horrorizada.
Así es como permitimos que empiece a
obrar la destrucción de nuestros hijos; con la justificación de que
queremos protegerlos y aliviar nuestro dolor. ¿Cómo voy a dejar que
peguen a mi hijo? Estuve a punto de exigirle a Jonathan que
aprendiera esa primera lección sobre la corrupción del poder: que
el más fuerte es quien tiene la razón. Me oí comenzando a
perpetuar la vieja falacia relativa a la fuerza y la valentía
supuestamente verdaderas.
A nuestros hijos les cuesta
acostumbrarse a la idea de que sus padres no somos omnipotentes, y a
los padres también nos resulta difícil aceptarlo. Sin embargo, esa
toma de conciencia es el primer paso necesario para reevaluar el
poder en términos diferentes a la fuerza, la edad, el privilegio o
la falta de miedo. Es un paso importante para un chico, pues su
destrucción social comienza cuando se le obliga a creer que sólo
puede ser fuerte si no siente o si vence.
La lección más poderosa que puedo
enseñar a mi hijo es la misma que enseño a mi hija: cómo ser quien
desea ser. Y el mejor método para enseñársela es ser yo misma y
confiar en que él aprenda no a ser como yo, lo cual es imposible,
sino a ser él mismo. Para ello tendrá que prestar atención a su
voz interior en lugar de a las voces exteriores, estridentes,
persuasivas, amenazadoras, que le presionan para que sea lo que el
mundo quiere que sea.
Los padres blancos nos dijeron "Pienso
existo". La madre Negra que todas llevamos dentro, la poeta, nos
susurra en nuestros sueños: "Siento, luego puedo ser libre”.
La poesía acuña el lenguaje con el que expresar e impulsar esta
exigencia revolucionaria, la puesta en práctica de la libertad.
Cada vez estoy más convencida de que
es necesario expresar aquello que para mí es más importante, es
necesario verbalizaría y compartirlo,
aun a riesgo de que se interprete mal o se tergiverse. Creo que, por
encima de todo, hablar me beneficia.
Estoy aquí en calidad de poeta Negra y lesbiana, y la importancia de
mi presencia radica en el hecho de que aún estoy viva y podría no
estarlo.
Nuestros sentimientos no estaban
llamados a sobrevivir en una estructura de vida definida por el
beneficio, por el poder lineal, por la deshumanización
institucionalizada. Los sentimientos se han conservado como adornos
inevitables o como agradables pasatiempos, con la esperanza de que se
doblegaran ante el pensamiento tal y como se esperaba que las mujeres
se doblegaran ante los hombres. Pero las mujeres han sobrevivido. Y
también los poetas. Y no hay nuevos dolores. Ya los hemos sentido
todos. Los hemos escondido en el mismo lugar donde tenemos oculto
nuestro poder. Ambos afloran en los sueños, y los sueños nos
señalan el camino de la libertad. Podemos plasmar los sueños en
nuestros poemas pues éstos nos dan la fortaleza y el valor de ver,
de sentir, de hablar y de ser audaces.
¿De qué he sentido miedo alguna vez?
De preguntar o de hablar por creer que iba a hacer daño,
o a provocar una muerte. Pero siempre
nos estamos haciendo daño de una manera u otra, y el dolor termina
por transformarse o por cesar. La muerte es, por otra parte, el
silencio definitivo. Y puede presentarse en cualquier momento, ahora
mismo, tanto si he dicho lo que era necesario decir como si me he
traicionado incurriendo en pequeños silencios a la vez que planeaba
llegar a hablar algún día, o esperaba a que me llegaran palabras
prestadas. Con todo esto, empecé a vislumbrar una fuente interna de
poder que deriva de saber que, si bien lo más deseable es no sentir
miedo, también se puede obtener una gran fortaleza aprendiendo a
analizar el miedo.
Ni qué decir tiene que tengo miedo,
porque la transformación del silencio en palabras y obras es un
proceso de autorrevelación y, como tal, siempre parece plagado de
peligros. Cuando le expliqué el tema que íbamos a tratar en este
encuentro, mi hija me dijo: "Háblales de por qué nunca se
llega a ser por completo una persona cuando se guarda silencio,
porque en tu fuero interno siempre hay una parte de ti que quiere
hacerse oír y, cuando te empeñas en no prestarle atención, se va
acalorando más y más, se va enfureciendo, y si no le das salida,
llegará un momento en que se rebelará y te pegará un puñetazo en
la boca desde dentro".
Y que la visibilidad que nos hace
vulnerables es también nuestra principal fuente de poder. Porque la
maquinaria tratará de trituraros en cualquier caso, tanto si habláis
como si calláis. Podemos permanecer eternamente mudas en un rincón
mientras nuestras hermanas y nosotras mismas nos consumimos, mientras
se deforma y destruye a nuestros hijos, mientras se envenena nuestra
tierra; podemos quedarnos en nuestro protegido rincón, mudas como
muebles, y no por ello sentiremos menos miedo.
Este año, en mi casa, hemos celebrado
Kwanza, la festividad afroamericana de la cosecha, que comienza el
día siguiente a Navidad y dura una semana. En Kwanza se conmemoran
siete principios, uno cada día. El primero es Umoja, que significa
unidad, la decisión de luchar por la unidad del ser y de la
comunidad y mantenerla. El principio que correspondía al día de
ayer, el segundo, era Kujichagulia, la autodeterminación, la
decisión de definirnos, de nombrarnos y de hablar en nombre propio
en lugar de permitir que otros nos definan y hablen en nuestro
nombre. Hoy es el tercer día de Kwanza y el principio
correspondiente es Ujima, trabajo y responsabilidad colectivos, la
decisión de cooperar en la construcción de nuestro ser y de nuestra
comunidad, y de identificar y resolver los problemas entre todos.
Y cuando las palabras de las mujeres se
dicen a voces para que sean escuchadas, es responsabilidad de cada
una de nosotras hacer lo posible por escucharlas, por leerlas y
compartirlas y analizarlas para ver cómo atañen a nuestras vidas.
Es nuestra responsabilidad no refugiarnos tras las parodias de la
segregación que nos han impuesto y que a menudo hemos aceptado como
propias. Por ejemplo: “¿Cómo voy a enseñar a escribir a mujeres
Negras ... si su experiencia es totalmente distinta de la mía?"
Y, sin embargo, ¿cuántos años lleváis enseñando las obras de
Platón, Shakespeare o Proust? O, por ejemplo, "Pero si es una
mujer blanca, ¿qué me va a decir?” O “Es lesbiana, ¿qué diría
mi marido, o mi jefe?" O "Esta mujer escribe sobre sus
hijos y yo no tengo hijos". Y así interminablemente, son tantas
y tantas las maneras en que nos separan de nosotras mismas y de las
demás.
El hecho es que estamos aquí y que
pronunciamos estas palabras en un intento de romper el silencio y de
reducir nuestras diferencias, pues no son las diferencias las que nos
inmovilizan sino el silencio. Y hay multitud de silencios que deben
romperse.
Los ataques contra el lesbianismo se
están empleando hoy día en la comunidad Negra con objeto de ocultar
el verdadero rostro del racismo/sexismo. Las mujeres Negras que están
unidas entre sí por fuertes vínculos, ya sean políticos o
emocionales, no son enemigas de los hombres Negros. Sin embargo, con
harta frecuencia, algunos hombres Negros tratan de dominar por el
miedo a esas mujeres Negras que, en realidad, no son sus enemigas
sino sus aliadas. Esta táctica se materializa en amenazas de rechazo
emocional: “Su poesía no estaba del todo mal, pero no había quien
aguantara a esa panda de tortilleras”. Al hablar así, el hombre
Negro está advirtiendo veladamente a toda mujer Negra presente e
interesada en tener una relación con un hombre (como lo está la
mayoría) que: 1) si desea que él tome en consideración lo que hace
debe evitar toda alianza que no sea la que tiene con él; y que 2)
cualquier mujer que aspire a conservar su amistad y/o su apoyo, hará
bien en no dejarse "corromper" por los intereses
específicos de las mujeres.
A menudo el rotundo mensaje que los
hombres Negros transmiten a las mujeres Negras es: "Soy el único
trofeo que merece la pena ganar, un bien escaso, y no vayas a
olvidarte de que tengo otros recursos. De manera que si aspiras a
estar conmigo, ya puedes quedarte quietecita en tu sitio, es decir,
separada de tus amigas, si no te llamaré 'lesbiana' y no querré
saber nada de ti''. Las mujeres Negras estamos programadas para
definirnos en función de las exigencias de los hombres y para
competir entre nosotras en lugar de identificar nuestros intereses y
centrarnos en ellos.
La dicotomía entre lo espiritual y lo
político es asimismo falsa, ya que deriva de una falta de atención
a nuestro conocimiento erótico. Pues el puente que conecta lo
espiritual y lo político es precisamente lo erótico, lo sensual,
aquellas expresiones físicas, emocionales y psicológicas de lo más
profundo, poderoso y rico de nuestro interior, aquello que
compartimos: la pasión del amor en su sentido más profundo.
Otra función importante de la conexión
erótica es que hace resaltar con sinceridad y valentía mi capacidad
de gozar. Así como mi cuerpo reacciona a la música relajándose y
abriéndose a ella, atento a sus más profundos ritmos, todo aquello
que siento me abre a la experiencia eróticamente satisfactoria, ya
sea al bailar, al montar una estantería, al escribir un poema o al
analizar una idea.
Sí, existe una jerarquía. No es lo
mismo pintar la verja del jardín que escribir un poema, pero la
diferencia sólo es cuantitativa. Y, para mí, no hay diferencia
alguna entre escribir un buen poema o tenderme al sol junto al cuerpo
de una mujer a la que amo.
Nuestras hijas nos tienen a nosotras,
ya sea para compararse, para rebelarse, para modelarse o para soñar:
pero los hijos de lesbianas deben realizar su propia definición del
ser masculino. Ello les hace fuertes y a la vez vulnerables. Los
hijos varones de lesbianas han recibido de nosotras un programa de
acción para la supervivencia y eso es una ventaja, pero a ellos les
corresponde la tarea de trasladar esos conocimientos al ámbito de su
masculinidad. Ojalá la diosa sea amable con mi hijo Jonathan.
La repugnancia que refleja el rostro de
una mujer que va a mi lado en metro, mientras retira su abrigo de mí
y yo creo que ha visto una cucaracha. Pero veo odio en sus ojos
porque quiere que lo vea, porque quiere que me entere, de la única
manera en que puede enterarse una niña, de que en su mundo no hay
sitio para alguien como yo. Si yo fuera mayor, probablemente me
habría reído, o habría refunfuñado, o me habría sentido dolida
al comprender lo que pasaba. Pero tengo cinco años. Lo veo, me
consta, pero no sé nombrarlo, de manera que la experiencia queda
incompleta. No es dolor; se convierte en sufrimiento.
Comentarios
Publicar un comentario