Escupamos sobre Hegel Carla Lonzi




Que no nos consideren ya más las continuadoras de la especie. No demos hijos a nadie, ni al hombre ni al Estado: démoslos a sí mismos, restituyámonos nosotras a nosotras mismas.
La mujer sabe lo que es la atmósfera de tensión de la familia: de ahí parte la tensión de la vida colectiva. Devolvámonos a nosotras mismas la grandiosidad de la ruina histórica de una institución que, en cuanto condena simulada de la mujer, ha terminado por revelarse como condena auténtica del género humano.
Hoy nosotras intuimos una solución para la guerra mucho más realista que las ofrecidas por los estudiosos: ruptura del sistema patriarcal mediante la disolución de la institución familiar por obra de la mujer.
En realidad el drama del hombre consiste en que, habituado desde siempre a encontrar en el
mundo exterior los motivos de su angustia como datos de una estructura hostil contra la que luchar, ha llegado al umbral de la conciencia de que el nudo insoluble de la humanidad está dentro de él, en la rigidez de una estructura síquica que ya no consigue contener por más tiempo su carga destructiva.

En el moralismo y en la razón de Estado reconocemos las armas legalizadas para subordinar a la mujer; en la sexofobia la hostilidad y el desprecio para desacreditarla.
Así se ha establecido en el mundo la sensación de estar viviendo una crisis irreversible para la que siempre resulta una alternativa la vieja bandera socialista.
Para la muchacha de la universidad no es el lugar en el que se produce su liberación gracia a la cultura, sino el lugar en el que se perfecciona su represión, ya tan excelentemente cultivada en el ámbito familiar. Su educación consiste en inyectarle lentamente un veneno que la inmoviliza en el umbral de los gestos más responsables, de la experiencias que dilatan el sentido de uno mismo.
El movimiento feminista está lleno de intrusos políticos y filantrópicos. Protejámonos, que los observadores masculinos no nos vayan a convertir en tema de estudio. El consenso y la polémica nos son indiferentes. Lo que creemos más digno para ellos es no entrometerse.
Desde las primeras feministas hasta hoy han pasado ante los ojos de las mujeres las gestas de los últimos patriarcas. Ya no veremos nacer a otros. Esta es la nueva realidad en
la que nos movemos todos. De ella parte la reconsideración de los fermentos, agitaciones y temas de la humanidad femenina que había sido mantenida aparte. La mujer, tal como es, es un individuo completo: la transformación no debe producirse
en ella, sino en cómo ella se ve dentro del universo y en cómo la ven los otros.

Nosotras nos preguntamos en qué consiste esta angustia del hombre que recorre luctuosamente toda la historia del género humano, devolviendo siempre a un punto de insolubilidad todo esfuerzo por salir de la disyuntiva de la violencia. La especie masculina se ha expresado matando, la femenina
trabajando y protegiendo la vida: el sicoanálisis interpreta las razones por las que el hombre ha considerado la guerra como tarea vil, pero no nos dice nada sobre la concomitancia con la opresión de la mujer. Y las razones que han llevado al hombre a institucionalizar la guerra, como válvula de escape de sus confl ictos interiores, nos hacen creer que tales confl ictos son fatales para él, que son un primun de la condición humana. Pero la condición humana de la mujer no manifi sta
la misma necesidad; al contrario, ella llora por la suerte de los hijos que han sido enviados al matadero e, incluso en la misma pasividad de su pietas, escinde su papel de aquél del hombre.

Se estudia el comportamiento de los individuos y de los grupos primitivos y actuales dentro del absoluto patriarcal, sin reconocer, en el dominio del hombre sobre a mujer, la circunstancia del engaño en la que ya se manifiesta un curso síquico alterado.
El pensamiento masculino ha ratificado el mecanismo que hace parecer necesaria la guerra, el caudillaje, el heroísmo, el abismo generacional. El inconsciente masculino es un
receptáculo de sangre y de temor. Porque reconocemos que el mundo se halla habitado por estos fantasmas de muerte y vemos en la piedad el papel impuesto a la mujer, nosotras abandonamos al hombre para que toque el fondo de su soledad.

La mujer no ha contrapuesto a las construcciones del hombre más que su dimensión existencial: no han salido de entre ellas jefes, pensadores, científicos, pero ha poseído energía , pensamiento, coraje, decisión, atención, sentido, locura. Las huellas de todo esto se han borrado porque no estaban destinadas a perdurar, pero nuestra fuerza estriba en no poseer ninguna mistificación de los hechos:
actuar no es una especialización de casta, aunque se convierte en ello mediante el pode por el que está orientada la acción. La humanidad masculina se ha adueñado de este mecanismo cuya justificación ha sido la cultura. Desmentir la cultura significa desmentir la valoración de los hechos que constituyen la base del poder.

En el epistolario de Freud con su novia leemos: “Querido tesoro, mientras tú te solazas con los cuidados domésticos, yo me siento atraído por el placer de resolver el enigma de la estructura del cerebro”.
La mujer se halla sometida, toda la vida, a la dependencia económica, primero de la familia, del padre, luego del marido. Pero su liberación no consiste en lograr la independencia económica, sino en demoler aquella institución que la ha hecho más esclava y durante más tiempo que los esclavos.
La globalidad de los problemas es una ficción mientras los hombres mantengan el monopolio, no sólo de la cultura burguesa, sino también de la cultura revolucionaria y socialista.
Para Lenin la mujer podía desarrollarse para alcanzar la igualdad efectiva con el hombre cuando, en la sociedad comunista, se hubiese librado del trabajo doméstico improductivo para enfrentarse al trabajo productivo.
La contraposición propuesta por Lenin al “vulgar y cochino matrimonio campesino, intelectual
y pequeño burgués, carente de amor” era “el matrimonio civil proletario con amor”.

Pero la dictadura del proletariado ha demostrado con creces no ser portadora de la disolución de
los roles sociales: ha mantenido y consolidado la familia como centro en el que se repite la estructura humana incompatible con cualquier mutación sustancial de los valores.

El mismo Marx se comportó en vida como un marido tradicional, absorbido por su trabajo de
estudioso e ideólogo, cargado de hijos, uno de los cuales lo tuvo con la doncella.

La familia es piedra angular del sistema patriarcal: está fundada, no sólo en los intereses económicos, sino también en los mecanismos síquicos del hombre que en todas las épocas ha tenido a la mujer como objeto de dominio y como pedestal para sus empresas más elevadas.
En los países del área comunista la socialización de los medios de producción apenas si ha cambiado la estructura familiar tradicional, más bien la ha reforzado, en la medida en que ha reforzado el prestigio y el papel de la fi gura patriarcal. El contenido de la lucha revolucionaria ha asumido y expresado personalidad y valores típicamente patriarcales y represivos, que han repercutido en la organización de la sociedad, primero como estado paternalista, y luego como un verdadero estado autoritario y burocrático.
La primera formulación hecha por Engels en los Principios del comunismo, en 1847, es la siguiente: “La ordenación comunista de la sociedad hará que la relación entre ambos sexos sea simplemente una relación privada que afectará tan sólo a las personas involucradas, y en la que la sociedad
no tendrá porqué injerirse.

Marx y Engels prosiguen esta corriente de pensamiento; pero de todos modos todavía insisten no sobre el hecho de que la supresión del elemento económico deba llevar “a cada hombre a disponer de todas las mujeres y a cada mujer a disponer de todos los hombres” (Fourier), sino sobre una relación carente de implicaciones utilitaristas.
Desde la República de Platón, a la Utopía de Tomas Moro y a los socialistas utópicos del 800, el ideal de la comunidad de bienes siempre ha sido acompañado por el corolario lógico de la disolución de la familia como núcleo de los intereses particulares.
Según unas notas de Gramsci, “los jóvenes de la clase dirigente (en el sentido más amplio) se rebelan y pasan a la clase progresista que históricamente se ha convertido en capazde tomar el poder: pero, en este caso, se trata de jóvenes que pasan, de ser dirigidos por los ancianos de una clase, a serlo por los ancianos de otra: sea como sea la subordinación real de
los jóvenes a los ancianos, como generación se perpetúa” (De Los intelectuales y la organización de la cultura)

Pero al obrar de este modo el joven vuelve a ser absorbido por una dialéctica prevista por la cultura patriarcal, que es la cultura de la toma del poder; mientras cree haber individualizado,
junto con el proletariado al enemigo común: el capitalismo, en realidad está abandonando su propio terreno de lucha para pasarse al del sistema patriarcal.

No olvidemos este eslogan fascista: Familia y Seguridad.
Los dos mentís más colosales a la interpretación hegeliana están dentro de nosotras: la mujer que rechaza la familia, el joven que rechaza la guerra.
Confi ando el futuro revolucionario a la clase obrera, el marxismo ha ignorado a la mujer como oprimida y como portadora de futuro; ha expresado una teoría revolucionaria cuya matriz
se halla en la cultura patriarcal.

El mundo de la igualdad es el mundo de la superchería legalizada, de lo unidimensional; el mundo de la diferencia es el mundo en el que el terrorismo depone las armas y la superchería
cede al respeto de la variedad y multiplicidad de la vida. La igualdad entre los sexos es el ropaje con el que se disfraza hoy la inferioridad de la mujer.

En este nuevo estadio de conocimiento, la mujer rechaza, en tanto que dilema impuesto por el poder masculino, tanto el plano de la igualdad como el de la diferencia, afrmando que ningún ser humano, ni ningún grupo debe ser definido por referencia a otro ser humano o a otro grupo.
El materialismo histórico olvida la llave emotiva que ha determinado el tránsito a la propiedad privada. Esto es lo que queremos recalcar para que el arquetipo de la propiedad sea reconocido, para que se vea cuál es el primer objeto que el hombre concibe: el objeto sexual. La mujer, al retirar del inconsciente masculino su presa primera, desata los nudos originarios de la patología posesiva.
Las mujeres tienen conciencia del nexo político que existe entre la ideología marxista-leninista y los sufrimientos, necesidades y aspiraciones de las mujeres. Pero no creen que sea posible esperar que la revolución los solucione. No consideran válido que su propia causa esté subordinada al problema de clase. No pueden aceptar una impostación de su lucha y una perspectiva que pasen por encima de sus cabezas.
La relación hegeliana amo-esclavo, es una relación interna del mundo humano masculino, y es a ella a la que se refiere la dialéctica, en términos deducidos exactamente de las premisas de la toma del poder. Pero la discordia mujer-hombre no es un dilema: para ella no se ha previsto ninguna solución, puesto
que la cultura patriarcal no la ha considerado un problema humano, sino un dato natural. 


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