Identidad y Violencia La ilusión del destino Amartya Sen
La misma persona
puede ser, sin ninguna contradicción, cristiano, liberal, mujer,
vegetariano, corredor de fondo, historiador, maestro, novelista,
feminista, heterosexual, creyente en los derechos de los gays y las
lesbianas, amante del teatro, activo ambientalista, fanático del
tenis, músico de jazz y alguien que está totalmente comprometido
con la opinión de que hay seres inteligentes en el espacio exterior
con los que es imperioso comunicarse (preferentemente en inglés).
Cada una de estas colectividades, a las que esta persona pertenece en
forma simultánea, le da una identidad particular. No se puede
considerar que alguna de ellas sea la única
identidad de la
persona o su categoría singular de pertenencia.
Dadas nuestras
inevitables identidades plurales, tenemos que
decidir acerca
de la importancia relativa de nuestras diferentes
asociaciones y
filiaciones en cada contexto particular.
Por el
contrario, se fomenta la violencia cuando se cultiva el sentimiento
de que tenemos una identidad supuestamente única, inevitable –con
frecuencia beligerante–, que aparentemente nos exige mucho (a veces,
cosas muy desagradables). La imposición de
una identidad
supuestamente única es a menudo un compo-
nente básico
del “arte marcial” de fomentar el enfrentamiento
sectario.
Por desgracia,
muchos esfuerzos bien intencionados para
detener esa
violencia también corren con desventaja porque no
se perciben las
posibilidades de elegir entre nuestras identida-
des. Cuando las
perspectivas de que haya buenas relaciones entre
los diferentes
seres humanos se ven –como sucede cada vez más–
en términos
esencialmente de “amistad entre las civilizaciones”,
“diálogo
entre los grupos religiosos” o “relaciones amistosas
entre las
diferentes comunidades” (haciendo caso omiso de las
muchas maneras
diferentes en que las personas se relacionan
entre sí), se
provoca un grave empequeñecimiento de los seres
humanos incluso
antes de comenzar a implementar los progra-
mas diseñados
para alcanzar la paz.
Por el
contrario, se fomenta la violencia cuando se cultiva el sentimiento
de que tenemos una identidad supuestamente única, inevitable –con
frecuencia beligerante–, que aparentemente nos exige mucho (a veces,
cosas muy desagradables). La imposición de
una identidad
supuestamente única es a menudo un compo-
nente básico
del “arte marcial” de fomentar el enfrentamiento
sectario.
Por desgracia,
muchos esfuerzos bien intencionados para
detener esa
violencia también corren con desventaja porque no
se perciben las
posibilidades de elegir entre nuestras identida-
des. Cuando las
perspectivas de que haya buenas relaciones entre
los diferentes
seres humanos se ven –como sucede cada vez más–
en términos
esencialmente de “amistad entre las civilizaciones”,
“diálogo
entre los grupos religiosos” o “relaciones amistosas
entre las
diferentes comunidades” (haciendo caso omiso de las
muchas maneras
diferentes en que las personas se relacionan
entre sí), se
provoca un grave empequeñecimiento de los seres
humanos incluso
antes de comenzar a implementar los progra-
mas diseñados
para alcanzar la paz.
Se degrada lo
que es común a nuestra humanidad cuando las múltiples divisiones
del mundo se unifican en un sistema de clasificación supuestamente
dominante: en términos de religión, comunidad, cultura, nación o
civilización (tratando a cada uno de ellos como si fuera
especialmente poderoso en el contexto de ese enfoque particular de la
guerra y la paz).
El mundo
dividido de ese modo es mucho más disgregador
que el universo
de categorías plurales y diversas que dan real-
mente forma al
mundo en que vivimos. No sólo va en contra
de la antigua
creencia de que “nosotros, los seres humanos,
somos todos
iguales” (que en la actualidad suele ridiculizarse
–con razón–
por ser demasiado necia), sino contra el concepto,
menos debatido
pero mucho más posible, de que somos diver-
samente
diferentes. La esperanza de que reine la armonía en el
mundo actual
reside, en gran medida, en una mayor compren-
sión de las
pluralidades de la identidad humana y en el recono-
cimiento de que
dichas identidades se superponen y actúan
en contra de una
separación estricta a lo largo de una única
línea rígida
de división impenetrable.
En realidad, no
sólo las malas intenciones sino también la
desorganización
conceptual contribuye de modo significativo
a la confusión
y a la barbarie que vemos a nuestro alrededor. La
ilusión del
destino, en especial acerca de una u otra identidad
particular,
alimenta la violencia en el mundo tanto mediante
omisiones como
hechos. Debemos ver con claridad que tenemos muchas filiaciones
distintas y que podemos interactuar entre nosotros de muchas maneras
diferentes, independientemente de lo que nos digan los instigadores y
quienes se les oponen. Hay lugar para que nosotros decidamos nuestras
prioridades.
Descuidar la
pluralidad de nuestras filiaciones y la necesi-
dad de elección
y razonamiento oscurece el mundo en el que
vivimos y nos
empuja hacia las terribles posibilidades descritas
por Matthew
Arnold en “Dover Beach”:
Y estamos aquí
como en una llanura sombría
envueltos en
confusas alarmas de batallas y fugas,
donde los
ejércitos ignorantes se enfrentan por la noche.
Podemos ser
mejores que eso.
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