Ser burguEs es una tara

La ley del mínimo esfuerzo parece contradecir, es cierto, la denuncia de la «ociosidad». Pero basta reflexionar atentamente para ver que procede del mismo espíritu de ahorro y eficacia. En el hedonismo moderno sigue estan-do presente —como ayer sucedía con el ahorro— el espíritu de cálculo y la búsqueda del mejor interés. Se gasta más, pero se calcula igual. Se malgasta, pero no por ello se es más proclive a la gratuidad. En suma, en todos los casos lo que se busca siempre y ante todo es la utilidad.
«Lo que caracteriza el espíritu del burgués actual —escribe también Werne Sombart— es su completa indiferencia ante el problema del destino del hombre. El hombre ha quedado casi totalmente eliminado de la tabla de valores econó-micos y del campo de los intereses económicos: lo único que aún despierta interés es el proceso, ya sea el de la producción, el de los transportes, o el de la formación de los precios, etc.



A primera vista, el burgués moderno parece, sin embargo, haber cambiado mucho. Poco tiene
que ver con el burgués chapado a la antigua de que hablaba Benjamín Franklin: frugal, trabaja-
dor y ahorrativo. Tampoco se parece al burgués del siglo XIX , orondo, satisfecho y henchido de
convenciones. Hoy quiere ser dinámico, deportivo, hedonista, incluso «bohemio». Lejos de evi-
tar los gastos superfluos, parece como dominado por una fiebre consumista que le hace buscar cons-
tantemente nuevos artilugios y cachivaches. Lejos de intentar morigerarse, su modo de vida,
centrado en el culto del ego, está, «por así decirlo, totalmente consagrado al placer» (Péguy). Pa-
ralelamente, también se acentúa el repliegue en la esfera privada: cocooning, internet, fax, modem,
tele-video-conferencia, venta por correspondencia, telecompra, entregas a domicilio, sistemas
interactivos, etc. permiten mantenerse en contacto con el mundo sin implicarse en él, encerrándose en una burbuja doméstica lo más estanca posible en la que cada cual se convierte más o menos en la prolongación de su telemando o de su pantalla de ordenador.
...anhelan más que nunca la seguridad y la comodidad [...]. Los valores burgueses, efectiva-
mente, tranquilizan.
A la burguesía siempre se la ha considerado a la vez como una clase y como la representante de
una mentalidad específica, de un tipo humano orientado hacia un cierto número de valores. Así,
para Max Scheler, el burgués se define en primer lugar como un «tipo biopsíquico» al que su defi-
ciente vitalidad le empuja al resentimiento y al egoísmo calculador. El burgués —señala— nun-
ca se plantea la cuestión de saber si las cosas tienen valor en sí mismas, sino que se limita a pre-
guntar: «¿Es bueno para mí?». Eduard Spranger distingue igualmente seis tipos ideales de perso-
nalidad, entre los cuales el burgués corresponde al «hombre económico»: el que sólo tiene en cuen-
ta la utilidad de las cosas. Por su parte, André Gide declara: «Me dan igual las clases sociales, puede haber burgueses tanto entre los nobles como entre los obreros y los pobres. Reconozco al burgués no por su vestido y por su nivel social, sino por el nivel de sus pensamientos. El burgués odia lo gratuito, lo desinteresado. Odia todo cuanto no puede alzarse a comprender».
Guizot proclama en 1821 que el futuro pertenece al «comerciante», al tiempo que proclama sin tapujos: «Los pueblos sólo se gobiernan bien cuando tienen hambre».
El burgués, que negocia todos los días, considera por el contrario que siempre es posible «explicarse»: explica sus razones y trata de conocer las de los demás. Triunfa la ra-cionalidad práctica, y la cualidad queda reducida al mérito, que no está necesariamente asociado a la grandeza. «Lo sublime murió con la burguesía», decía Sorel.
Observa por último que el burgués capitalista tiene rasgos de temperamento típicamente infantiles: como al niño, le gusta lo mensurablemente concreto, la rapidez en los movimientos, la novedad por sí misma, el sentimien-to de fuerza que confiere la posesión de objetos.
«La burguesía ha forjado con conocimiento de causa al intermediario: intermediarios son estos “políticos in-telectuales”, nada socialistas, nada pueblo, distribuidores automáticos de propaganda, revestidos del mismo espíritu, artesanos de los mismos métodos que combaten en el adversario. Es a través de ellos como el espíritu burgués desciende por capas progresivas al mundo obrero y mata al pueblo, al viejo pueblo orgánico, poniendo en su lugar esta masa amorfa, brutal, mediocre, olvidadiza
de su raza y de sus virtudes: un público, la muchedumbre que odia».
En suma, a la burguesía no n le gusta lo infinito que excede a las cosas materiales, las únicas que puede controlar. Emmanuel Mounier, que veía en el espíritu burgués «el más exacto antípoda de cualquier espiritualidad», es-cribía: «El burgués es el hombre que ha perdido el sentido del Ser, que sólo se mueve entre cosas, y cosas utilizables, desprovistas de su misterio». Y Bernanos: «La única fuerza de este ambicioso minúsculo estriba en que no admira nada».



Es el burgués quien crea el reino de las cosas, las cuales le gobiernan y dominan». En un mundo transformado en objeto, el hombre está llamado a convertirse él mismo en una cosa. Hoy más que nunca nos son radical mente ajenos el gusto por lo inútil, la gratuidad, el sentido del gesto, el gusto por el don; en suma, todo lo que podría dar a la presencia en el mundo una significación que sobrepasara la mera existencia individual.
Proudhon a acusar a la Iglesia de haberse «situado como criada al servi-cio de la burguesía más repugnantemente con-servadora». Es también la época en que el «pro-greso» triunfa en forma de ideología cientista: el burgués cree en la ciencia al igual que cree en el ferrocarril, el ómnibus y el alumbrado de gas. Pero es sobre todo la época del burgués grotesco, del que se mofan los románticos, los artistas, la bohemia... Flaubert, quien profesa que la única forma de ser un buen burgués es dejar de
serlo, lanza su célebre imprecación: «Llamo “burgúes” a todo lo que piensa bajamente».
En un pasaje de rara violencia, Huysmans es-
cribe: «Más malvada, más vil que la nobleza desposeída y que el clero caído, la burguesía tomó
de ellos su ostentación frívola, su jactancia cadu-ca, que degradaba por su falta de mundología,
robándoles unos defectos que convertía en hipó-critas vicios. Autoritaria y capciosa, baja y cobar-
de, ametrallaba sin piedad a su eterna y necesaria víctima, el populacho, ¡al que ella misma le ha-
bía quitado el bozal, al que ella misma había en-cargado que rompiera la crisma a las viejas castas!
Se le reprocha su culto del dinero, su gusto por la seguridad, su espíritu reaccionario, su conformismo intelectual, su fal-ta de gusto. Se le tilda de filisteo, egoísta, medio-cre. Se le representa como explotador del pueblo, como nuevo rico carente de distinción, como saciado notable, como satisfecho cretino.
«La burguesía en todas los sitios en que ha conquistado el poder, ha destruido las relaciones feudales, patriarcales e idílicas. Ha roto despiadadamente todos los la-zos, complejos y diversos, que unían al hombre feudal a sus superiores naturales, de forma que, entre el hombre y el hombre, pasó a establecersecomo único vínculo el frío interés, las duras exi-gencias del pago al contado. La burguesía ha aho-gado en las heladas aguas del cálculo egoísta los sagrados estremecimientos del éxtasis religioso, del entusiasmo caballeresco, de la sentimentalidad ingenua. Ha hecho de la dignidad personal un simple valor de cambio; ha sustituido las numerosas libertades, tan duramente conquistadas, por
la única y despiadada libertad de comercio[...]. La burguesía ha despojado de su aureola todas
las actividades que, hasta entonces, pasaban por venerables y eran consideradas con sano respeto.
Ha transformado al médico, al jurista, al sacer-dote, al poeta, al sabio en asalariados a su sueldo.
La burguesía ha desgarrado un velo de sentimentalidad que recubría las situaciones familiares, reduciéndolas a convertirse en meras
relaciones de dinero».



Ahora bien, en la medida en que el propio Marx atribuye una importancia determinante a la eco-
nomía, sólo le resulta posible criticar a la burguesía desde un horizonte que no deja nunca de
ser el suyo. Su economicismo, con otras palabras, le impide efectuar una crítica radical de los valo-
res burgueses. Bien se ve, por lo demás, lo mucho que le fascinan estos valores. A fin de cuen-
tas, ¿no ha sido la burguesía la primera que quiso cambiar el mundo, en lugar de limitarse a com-
prenderlo? Aunque Marx llama a acabar con la explotación de la que la burguesía se ha hecho
responsable, se queda sumamente rezagado en cuanto a impugnar los valores burgueses: la so-
ciedad sin clases, desde muchos aspectos, es la burguesía para todo el mundo.



No menos equívocos serán los fascismos. Teó-ricamente hostiles al liberalismo, no queriendo
en principio ser «ni de derechas ni de izquierdas», se limitarán las más de las veces a radicalizar
a una clientela «nacional» conservadora, partidaria en amplia medida de los valores burgueses.
Además, también contribuirá a su aburguesamiento el que una amplia parte de su electorado haya
estado constituida por unas clases medias asusta-das por la crisis y amenazadas por la moderniza-
ción. Oponiendo sin vacilar el «capitalismo in-dustrial y productor» al «capitalismo especulativo
y financiero», se limitarán a denunciar a los «grandes», a los representantes de las «dinastías bur-
guesas», sin interrogarse más hondamente sobre la lógica del capital. Profesarán el orden moral,
al que siempre ha estado profundamente apegada esta «pequeña burguesía» descrita por Péguy
como «la más desgraciada clase de todas las clases sociales».
Además de la ideología del trabajo, además del productivismo, de la doctrina de «la lucha por la
vida», a veces transpuesta en racismo, o al menos en darwinismo social, además de todo ello los
fascismos-movimientos, y más aún los fascismos- regímenes, efectúan amplias concesiones al na-
cionalismo. Es decir, como escribe Emmanuel Mounier, «combaten, dentro de sus fronteras, un
individualismo al que sostienen ferozmente en el plano de la nación». Ahora bien, la burguesía
nunca se ha privado de defender la nación, la patria, el orden establecido, cada vez que, al
efectuarlo, pensaba preservar sus intereses.
Y también, por supuesto, antes de ellos, en Charles Péguy, quien juzga-ba que el mundo moderno sufre ante todo el «sa-botaje burgués y capitalista»: «Todo el mal ha venido de la burguesía. Toda la aberración, todo el crimen. Es la burguesía capitalista la que ha infectado al pueblo. Y lo ha infectado precisa-mente de espíritu burgués y capitalista [...]. Se-ría difícil insistir más de la cuenta: es la burguesía la que empezó a sabotear, y todo el sabotaje sur-gió con la burguesía. Es porque la burguesía se puso a tratar como un valor bursátil el trabajo del hombre, por lo que el propio trabajador tam-bién se puso a tratar como un valor bursátil su propio trabajo».






Así como quiso liberarse de la monarquía cuando ya no le resultó necesaria, así también la
burguesía intentará liberarse del pueblo una vez derrocado el absolutismo. Para conseguirlo, la
Revolución inventa la noción política de «nación», entidad abstracta que permite confiscar al pueblo una soberanía que, sin embargo, se le había solemnemente otorgado.
«Con el advenimiento de los tiempos moder-nos —escribirá Péguy— cayeron una gran cantidad, o incluso la ma-yoría, de poderes de fuerza. Pero su caída no sirvió en lo más mínimo a los poderes del espíritu. Su supresión sólo benefició a este otro poder de fuerza que es el dinero».



Es lo que ha observado muy atinadamente Nicolas Berdiaev: «El burgués, en el sentido metafísico de la palabra, es un hombre que sólo cree en el mundo de las cosas visibles y palpables, que sólo aspira a ocupar en este mundo una situación segura y es-table [...]. Lo único que toma en serio es la fuer-
za económica [...]. El burgués vive en lo finito, teme las prolongaciones hacia lo infinito. El úni-
co infinito que reconoce es el del desarrollo económico».



El mundo se convierte entonces en una cosa repleta de cosas. Cosas evaluables y calculables, que tienen un precio, que no valen por sí mismas. Cosas y precios que arrasan los antiguos valores: honor, gratuidad, belleza, coraje, don de sí... El lucro y la utilidad los remplazan.



Escarnecido, denunciado, ridiculizado durante siglos, ya nadie parece hoy cuestionar al bur-gués. Pocos son quienes le defienden, escasos quienes le atacan abiertamente. Tanto en la de-recha como en la izquierda parece ahora consi-derarse que resulta como anticuado o con-vencional interrogarse críticamente sobre la burguesía. «Ha desaparecido el modelo del bur-ués vilipendiado, mientras que, hace apenas diez años, la simple palabra “burgués” resulta-ba claramente peyorativa —constata la soció-loga Beatriz Le Wita—. Se ha convertido en una palabra tranquilizadora.» Sin embargo, lejos de ser una clase en vías de desaparición, como opina imprudentemente Adelina Dau-mard, la burguesía parece hoy corresponder a una mentalidad que lo ha invadido todo. Si ha perdido su visibilidad, es simplemente porque ya no se la puede casi localizar. «El burgués ha literalmente desaparecido —se ha podido decir recientemente—, ha dejado de existir, se ha convertido en el Hombre personificado, y el término casi ya sólo lo emplean algunos dinosaurios a los que acabará matando su pro-pia ridiculez.» La palabra, dicho de otro modo, habría perdido su contenido... por tenerlo en demasía. Y, sin embargo, observa Jacques Ellul: «Formular esta inocente pregunta: “¿quién es burgués?” provoca tan grandes excesos en los más razonables, que no puedo creerla inerme y carente de peligro». Intentemos pues plantear tal pregunta sobre nuevas premisas: describiendo, en primer lugar, y a grandes rasgos, la historia de la constitución y el auge de la clase burguesa.
En Francia, el auge de la burguesía lo debe todo a la dinastía capeta, que se alía con ella para liquidar el orden feudal. Las grandes invasiones concluyen en el siglo XI . Durante los dos siglos siguientes se afirma el movimiento comunal: las comunas, que son asociaciones de «burgueses» de las ciudades, perciben el sistema feudal como una amenaza contra sus intereses materiales. Más o menos por doquier, los burgueses, que no son ni nobles ni siervos, pero son hombres libres, piden situarse bajo la autoridad del Rey para dejar de estar sometidos a sus señores. Rebelándose contra la aristocracia, «reconocen» al Rey y «des-conocen» al señor; es decir, le piden al Rey que les otorgue «cartas de burguesía» a fin de liberar-se de sus antiguas obligaciones. La monarquía ca-peta, rival de los feudales, apoya este movimiento y crea los «burgueses del Rey».



Pero la Iglesia católica, pese a negarse a con-ceder al dinero un valor en sí, también contribuyó al auge del capitalismo burgués. Por un lado, desarrolla una cierta idea del valor-trabajo (el hombre está en la tierra para trabajar, y para trabajar cada vez más): al denunciar la «inactivi-dad» (otium), respalda la no inactividad, es de-cir, el neg-otium, el «negocio».



A fin de que el capitalismo pudiera expandirse, el hombre natural, el hombre impulsivo, tenía que des-
aparecer, y la vida, en lo que tiene de espontá-neo y original, tenía ceder el sitio a un mecanismo psíquico específicamente racional: en suma, para desarrollarse, el capitalismo tenía que dar un vuelco, efectuar una transmutación de todos los valores. Es de este vuelco, de esta transmutación de los valores, de donde ha surgido este ser artificial e ingenioso que se denomina homo œconomicus.
Desde esa época, escribe Jacques Ellul, «lo que caracteriza a la burguesía, mucho más que la pro-piedad privada, es el ingente trajín, el inacabable barullo que le impone a la sociedad.
En los siglos XVII y XVIII , el burgués inventa la idea de que estamos en la tierra para ser «feli-
ces», una idea que pronto parecerá lo más natural del mundo.
La felicidad, por su parte, es concebida ante todo como un bienestar material (comodidad y segu-
ridad), dependiente de las condiciones externas sobre las que, precisamente, es posible actuar.
Uno será más feliz cuando la sociedad sea «mejor». La ideología de la felicidad se une, de tal
modo, a la ideología del progreso, que constituye su aval.

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