Estética de los atroz
Se trata de un grabado
a color de 1602 titulado “Pizarro suelta a los perros” en el que
se puede ver un
grupo de indígenas
siendo destrozados por varios perros, ante la mirada complaciente y
placentera de los soldados españoles. El ritual es francamente
aterrador si se tiene en cuenta los efectos que ha logrado generar en
nuestra subjetividad. Un perro desfigura el rostro de un indígena,
mientras otro destroza la garganta del siguiente nativo y un tercer
animal devora los brazos del tercer esclavo. Esa costumbre aún se
mantiene como forma de sometimiento y servidumbre. Desfigurar la
otredad dejándola sin rostro, quitarle su voz ahogándola en sangre
y dolor; y desmembrarla para que no sólo no se pueda movilizar, sino
para que su comunidad quede paralizada de terror.
E n un bello trabajo
sobre la crueldad, Ana Berezin (1998) se pregunta “¿cómo es que
miles de hombres y mujeres reali- zan (ejecutan, apoyan o consienten)
actos crueles, individual y colectivamente?, ¿Qué resorte de la
subjetividad de cada uno de los que participan, se ha movilizado?,
¿Qué potencialidad latente se activa en lo más profundo de su ser
y de su ser en los otros?”. (p. 18). Y de forma intuitiva ella
misma se responde que no cree que esto obedezca al asalto de la
maldad sobre nuestra siempre bondadosa naturaleza humana, sino que
por el contrario, es el resultado de la forma como se han resuelto
los conflictos individuales y sociales. Es decir, que no somos ni
crueles ni bondadosos por naturaleza, sino que cada una de estas
dimensiones se instituyen desde los dispositivos sociales
y políticos que
gestionan la vida al interior de contextos históricos concretos. Lo
que sí es cierto, es que las élites políticas pueden llegar a
acostumbrar a toda una sociedad a la realización de la crueldad. Ya
sea ordenándola, financiándola, ejecutándola, encubriéndola,
tolerándola o consintiéndola. Es decir, que ciertas organizaciones
sociales no se vuelven crueles porque sí, sino porque existen una
serie de dispositivos de poder que las llevan a tal naturalización.
Entendiendo, por supuesto, que no sólo en la guerra se produce la
crueldad que desmantela física y psicológicamente, sino que esta se
hace presente en las formas de organización política en las que
–parafraseando a Martín-Baró - el «bienestar de unos pocos
descansa sobre el malestar deshumanizado de muchos otros».
El ejército griego
había salido para la conquista de Troya, pero en el camino se quedó
paralizado, porque no había viento para seguir. Agamenón preguntó
a la diosa Artemisa (Diana) por la razón y ella le comunicó que
solamente habría viento de nuevo, si sacrificaba a su hija Ifigenia
a la diosa. Agamenón hizo el cálculo que correspondía. Mandó a
sacrificar a su hija. El sacrificio era útil, por tanto necesario.
Mandó a los verdugos, pero Ifigenia se resistió. Maldijo a su
padre, les grito asesinos a sus verdugos y pataleó con toda su
fuerza hasta que la callaron dándole muerte en el altar de
sacrificio...el texto deja claro lo que también entendía el
público: era loca Ifigenia, Agamenón era el sensato. Toda la
maquinaría de guerra estaba movilizada, no quedaba razonablemente
otra salida
que la muerte de
Ifigenia en el altar de sacrificio...desde el punto de vista del
cálculo de utilidad, Ifigenia tenía que morir. Era útil su muerte
y, por tanto, necesaria. Eso dice la sabiduría de este mun-
do. Es como dijo el
general Massis, general de Argelia: la tortura es útil, por lo tanto
es necesaria (Himkelammert, 2010, p. 29).
El imperativo se
reflejó en las metáforas habituales de los regímenes militares en
Brasil, Chile, Uruguay y Argentina: los eufemismos fascistas que
hablaban de limpiar, barrer, erradicar y curar. En Brasil las
detenciones de gente de izquierda se bautizaron con el código de
Operaçao Limpieza. El día del golpe, Pinochet se refirió a Allende
y su gobierno como «escoria que iba a arruinar el país». Un mes
después se comprometió a «extirpar el mal de raíz de Chile», a
conseguir una «depuración moral» de la patria, «purificada de los
vicios y malos hábitos», un objetivo muy parecido al de Alfred
Rosenberg, escritor del Tercer Reich, cuando exigía «una limpieza
despiadada con una escoba de hierro (Klein, 2007, p. 144).
Lo mismo sucede con la
influencia de la religión en la configuración del gusto por la
muerte de la otredad. El papel de la fe en los procesos de
sacralización de la violencia política en nuestro país ha sido muy
fuerte. Los rituales de guerra que se practican sobre el cuerpo y la
mente de las personas dan cuenta de un desplazamiento de nociones tan
importantes como lo sagrado y lo profano. Para muchos jerarcas de la
iglesia resulta sagrada la defensa a sangre y fuego de sus valores
religiosos. Esa influencia religiosa en la configuración de una
estética de lo atroz se puede advertir en versos como el del
presbítero Manuel García Tejada (citado en Herrera, 2000), quien
hacia el año de 1815 incitaba a la muerte física del libertador
Simón Bolívar por considerarlo enemigo de la religión:
Bolívar, el cruel
Nerón,
Este Herodes sin
segundo,
Quiere arruinar este
mundo
Y también la
religión;
Salga todo chapetón,
Salga todo ciudadano,
Salga, en fin, el buen
cristiano
A cumplir con su deber
Hasta que logremos ver
La muerte de este
tirano.
Nótese como en este
verso escrito por un líder religioso a comienzos del siglo XIX, a
pocos años de iniciada la fase de consolidación de la revolución
Bolivariana, ya se puede observar lo que se sería una mentalidad
político-religiosa de tipo intransigente en la que se prefiere la
muerte del otro distinto antes
que su aceptación. Si
se tiene en cuenta que el escrito tiene una connotación religiosa
que se adorna como una décima poética de la época. Allí podemos
observar una de las raíces de la actual estética de lo atroz.
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