Antimperialista
Es
preferible que el modelo comercial que se aplique al hachís y la
marihuana sea el del vino antes que el del tabaco, ya que, con
monopolio estatal o sin él, el mercado de tabaco está totalmente
dominado por las grandes marcas, la uniformización y el uso de
aditivos químicos. Y esta combinación ha tenido, como sabemos,
resultados funestos sobre la salud de muchas personas, aumentando los
riesgos asociados al consumo.
En
las farmacias españolas de principios del siglo XX se podían
comprar porros ya liados, envasados en paquetes, y con distintas
marcas y procedencias. Sin embargo, pienso que lo mejor sería que en
el futuro la marihuana y el hachís se vendieran preferiblemente en
bruto, sin liar. En el caso del uso terapéutico, porque la
inhalación de humo supone riesgos para la salud que hacen
preferibles las cápsulas, tinturas, sprays sublinguales o
vaporizadores. Y en el uso recreativo, porque tener un número
ilimitado de cigarros a mano, como se ha demostrado el caso del
tabaco, favorece las pautas de consumo más compulsivas. El tiempo
necesario para hacerse el porro y el pequeño ritual que conlleva son
factores que ayudan a moderar el ritmo de consumo. Además, el
cigarrillo ya hecho facilita la adulteración y el uso de aditivos.
Así que la venta de los porros ya hechos, en especial si fueran
empaquetados, estaría gravada con un nivel mayor de impuestos para
favorecer la venta en forma de cogollo o china. En cuanto a la
cantidad que se puede comprar cada vez, no veo motivos para poner
límites. Si nada impide llevarse a casa cien cajas de güisqui o
quinientos cartones de tabaco, no
tendría
sentido poner límites al cannabis.
Las
semillas del cáñamo son ricas en proteínas: tienen entre un 30 y
un 50% más que el
pescado. También
contienen antioxidantes, como el caroteno (vitamina A) y la cisteína,
además de vitamina E. Estas sustancias ayudan a hidratar la piel y a mantener sanos los
ojos
y las membranas celulares. Los cañamones no contienen gluten, pero
sí cantidades significativas de calcio, hierro y fósforo. Además,
su aceite poliinsaturado es rico en ácidos grasos esenciales –omega
3 y omega 6–, que no son sintetizados por el cuerpo. Estos ácidos
ayudan a aliviar y prevenir inflamaciones tan graves como la
artritis, así como trastornos hormonales y cardiovasculares –asma
y osteoporosis–, entre otras enfermedades. Y es que un puñado de
cañamones al día basta para cubrir las necesidades básicas de
proteínas y ácidos grasos esenciales de una persona adulta. Los
beneficios para la salud son numerosos: fortalece el sistema inmune,
es cardioprotector, combate el stress y la ansiedad, favorece el
equilibrio hormonal, ayuda a reducir la tasa de colesterol y azúcar
en sangre, mejorar el rendimiento intelectual.
La
triste historia de esa planta que llamamos cáñamo o marihuana puede
ser un buen
ejemplo
tanto de engaño como de ingenuidad humana. Llevaría horas resumir
los usos
que
las diferentes sociedades han dado al cáñamo desde hace no siglos,
sino milenios.
Asombra
comprobar que ha sido uno de los vegetales más extendidos y
utilizados: para
uso
textil, pocos jóvenes saben que los primeros pantalones vaqueros
estaban
confeccionados
con cáñamo, mucho más resistente que los actuales de algodón;
sogas y
cuerdas
de todo tipo, velas de barcos, cestos, ropa, etc. etc. También tuvo
usos
medicinales,
reflejados en innumerables textos a lo largo de los siglos.
¿Qué
ocurrió, entonces, el siglo pasado para que esta planta tan
aparentemente útil fuera
prohibida
de repente en Estados Unidos y luego paulatinamente en el resto del
mundo?
Es
aquí donde nos encontramos con un ejemplo típico de candidez de las
sociedades
humanas,
de manipulación y de, también hay que decirlo, lucrativo negocio al
estilo
americano.
En
los años treinta el papel se obtenía industrialmente de dos
fuentes: del cáñamo, que
daba
lugar a un papel de excelente calidad, sumamente ecológico y que
tenía como
único
inconveniente que requería mucha mano de obra para el cuidado y
recolección de
la
planta, y de la madera, sistema que aún se sigue utilizando hoy en
día y que, como
todos
sabemos, además de provocar una grave deforestación, da lugar a una
de las
industrias
más contaminantes.
Los
años treinta, como prácticamente todo el siglo pasado, fue una
época de inventos en
todas
las áreas, y entre las innumerables máquinas que se crearon y que
hicieron menos
duras
las labores agrícolas se encontraba el descortezador mecánico. Con
este aparato la
obtención
de papel a partir del cáñamo pasaba a ser no solo el sistema más
ecológico,
sino
también el más rentable.
¿Por
qué entonces en esa misma época se prohibió el cáñamo en vez de
aumentar su
producción?
Llegados
a este punto entran en escena tres personajes: el primero es William
Randolph
Hearst, el hombre más rico del mundo en su época. Hearst era
propietario de
una
importante cadena de periódicos en Estados Unidos y como sus
empresas
consumían
grandes cantidades de papel, pensó que podría reducir costes si él
mismo
compraba
los aserraderos y demás empresas relacionadas con la producción de
papel, y
así
lo hizo, invirtiendo en ello enormes sumas de dinero. Pero en 1935,
con el invento
del
descortezador mecánico antes mencionado, mientras miles de familias
de
agricultores
en todo el muno soñaban con un futuro mejor, Hearst se preocupaba
por los
aserraderos
y fábricas procesadoras de pasta de papel que había comprado,
condenadas
a
una ruina inminente. Pero lejos de resignarse y admitir que seguiría
siendo multimillonario, pero vería su fortuna reducida en parte,
decidió que tenía que haber alguna forma de vencer a su
nuevo
enemigo, esa planta que daba papel de mejor calidad, más barato y
sin apenas
usar
productos químicos en su elaboración. Y utilizó para ello su mejor
arma: la
manipulación
informativa a través de los periódicos de su propiedad. Inició una
campaña
en la que presentaba al cáñamo, la marihuana, como el origen de
todos los
males:
delitos, violencia, etc. Hearst nunca incluyó en los artículos de
sus periódicos ni
un
sólo informe médico o científico porque todos ellos decían
claramente que no se
trataba
de una planta peligrosa y que tenía, en cambio muchas cualidades
positivas,
tanto
medicinales como de uso industrial. A pesar de ello, millones de
americanos le
creyeron
y empezaron a ver un enemigo en una de las plantas más útiles al
ser humano
y
que era también, entre decenas de usos, fumada por quien le
apeteciera, como lo
habían
hecho, entre otros muchos, los serios y respetables presidentes
George
Washington
o Tomas Jefferson, ambos conocidos y declarados cultivadores y
consumidores
de marihuana. Pero no era suficiente tener a la opinión pública de
su lado para conseguir prohibir
un
cultivo tan beneficioso, Hearst necesitaba algún cómplice poderoso,
y aquí entra en
escena
el segundo personaje: la empresa petroquímica Dupont, que ya
entonces contaba
con
plantas de producción distribuidas por toda América. Esta empresa
también tenía
sus
razones para combatir a esa planta que se empeñaba en seguir siendo
tan
incómodamente
útil: por una parte Dupont tenía la patente del ácido sulfúrico,
muy
contaminante,
pero utilizado en grandes cantidades en el procesamiento de la pasta
de
papel
obtenida de la madera, con lo que Hearst era uno de sus mejores
clientes. Por otra
parte,
Dupont acababa de desarrollar dos fibras artificiales, el rayón y el
nylon, que
encontraban
en el cáñamo a un ecológico e incómodo competidor.
Los intereses de las
empresas de Hearst y las de Dupont coincidían plenamente. Dupont
tenía contactos en
las altas esferas de la política y las finanzas americanas, entre
ellos
Andrew Mellon, que
era presidente del Mellon Bank, el principal proveedor de recursos
financieros de
Dupont. La sobrina de Mellon estaba casada con nuestro tercer
personaje,
Harry Anslinger,
comisionado del Departamento Federal de Narcóticos, un individuo
que ha pasado a la historia vinculado a varios asuntos turbios que no
vienen al caso.
Este fue el político
ruidoso y tenaz que defendería los intereses de Hearst y Dupont,
enarbolando la
bandera de la moral, el patriotismo y las buenas costumbres. Dió en
el
Congreso encendidos
discursos contra el cáñamo, pero nunca pudo presentar una prueba
o un sólo estudio
científico que apoyara su tesis. Repitió una y otra vez que era una
droga terrible que
provocaba agresividad y que debía ser prohibida. Cuando le
presentaron informes
médicos que decían que era imposible que tal planta provocara
agresividad, sino
justamente lo contrario, que aplacaba el ánimo, dijo entonces que
era
una planta
antipatriótica, pues no permitiría tener buenos soldados.
Así, el trío
Anslinger-Dupont-Hearst, con la ayuda inestimable de la mafia y
congresistas
corruptos a sueldo de ella, consiguió que en 1937 el cáñamo fuera
prohibido en Estados
Unidos. A partir de ahí se produjo un efecto dominó que haría que
la planta acabara,
tras miles de años de convivencia pacífica con el ser humano,
prohibida en
prácticamente todo el mundo: Si algún país quería tener buenas
relaciones
con Estados Unidos
tenía que incluir tan extraña prohibición entre sus leyes,
arruinando
a miles de familias
de agricultores y obligándose a producir o comprar productos más
caros y
contaminantes.
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